En Chile, a Marcelo Cicali le sobran las excusas. Frente a la crisis, no ve ocasión más que para redoblar el empeño y el trabajo. “Es momento de que el cocinero vuelva a cocinar y salga a la sala de su restaurante. De que el dueño del bar sirva los tragos o regrese a la caja de su negocio”, advierte el chileno, con 30 años de oficio, animado con la idea de abordar los retos que la sociedad tiene por delante como una oportunidad para generar “cambios constitucionales en el sistema”. Como parte de la receta, insiste: Menos televisión, menos redes sociales, menos entrevistas fuera de casa y más reflexión.
Frente a una crisis como la de su país, que con la llegada del Covid-19 apenas se profundizó el estallido social que comenzó el pasado octubre, el alma del Bar Liguria no ve razones “echarse a morir”, sino lo contrario: recuperarse es ineludible. “La gestión va a será clave y lo económico el corazón de la transformación”.
Además de cocinero es presidente de la Cámara de Comercio y Turismo de Providencia, lo que le convierte en un referente y conocedor de un rubro que ha visto su oficio amenazado. “Acá en Chile todos nos hemos tenido que endeudar tremendamente para poder invernar de una manera inteligente”, reconoció en el debate virtual con chefs chilenos promovido por Basque Culinary Center, con la colaboración de Ñam Chile.
A sus 52 años, este empresario gastronómico ha transformado su sello en un emblema para vida en la capital y para la cocina chilena. Son cuatro los locales que tutela bajo el mismo nombre, tres de ellos en el distrito de Providencia y el otro en el barrio de Lastarria, este último de 1.800 metros cuadrados – el proyecto más ambicioso que ha encabezado hasta ahora – y que tuvo su revés con el estallido social el pasado octubre. Desde entonces no ha vuelto a abrir.
“Es un tiempo de absoluta incertidumbre en el que tenemos que forjar certezas, y para mí la principal es que vamos a poder volver a trabajar. Tenemos que ser positivos. No conozco a ningún pesimista al que le haya ido bien en la vida”, certificó.
Durante esta paralización parcial del país a la que no ha tenido más remedio que sacar fuerzas de flaqueza, Marcelo ha aprovechado para arrancar nuevas ideas y reflexiones. Y para él, la transformación gastronómica pasa por reconectarse con lo tradicional: “¿Dónde está en Chile esta cocina que nos enorgullece? Muchos restaurantes venden humus, pero no veo ninguno que venda milloquines (bolitas similares a las albóndigas, hechas en base a legumbres cocidas y molidas). No veo ninguno que mire la cocina ancestral chilena de los pueblos originarios y sienta orgullo”, lamentó.
En este sentido, y sin dar la espalda a los nuevos tiempos, Marcelo siente un profundo orgullo por la cultura y tradición de su país, y se siente molesto e incómodo por los complejos que uno pueda tener. “¿Cuál es la misión del cocinero? Dejar de sentir vergüenza y desprecio hacia nuestra historia, dejar de creer que no somos mestizos. En la mesa pública veo que hay melisa y siento que hay vergüenza al llamarlo toronjil. Tenemos que cambiar nuestro lenguaje, porque es este lenguaje el que construirá la nueva realidad donde sintamos orgullo de lo nuestro”, dijo.
En sintonía con su filosofía, en Liguria sirve lentejas con longaniza, plateada al horno, pejerreyes apanados, tallarines con carne mechada, charquicán o fritos de cochayuyo, unos platos que en el contexto actual de desigualdad y pobreza se hacen todavía más imprescindibles. “Se viene una vuelta en la mesa pública a lo que de verdad es la mesa privada. Vamos a tener que mostrar solidaridad y expresarla en nuestros guisos y cazuelas. Tenemos un rol único, público que es aplacar el hambre”, exhorta, y añade: “Si el fin último del cocinero es capturar el paisaje natural que lo rodea y ponerlo en un plato, ahora en Sudamérica que el hambre empieza a avanzar, es cuando estos platos van a tener que capturar el paisaje social y humano”.
Consciente que los tiempos que vienen no solo requerirán de audacia y creatividad, sino de aprendizaje, de cambios y adaptación. “Es momento que el dueño del restaurante vuelva a la sala, que el cocinero deje de tatuarse los brazos porque los tatuajes de los cocineros tendrían que ser los cortes y las quemaduras durante el tiempo en la cocina. El esfuerzo hoy va a ser la obligación: arremangarnos las mangas, ensuciarnos las chaquetas y embarrarnos los pies”, concluyó.