“La vida de un hombre es lo que sus pensamientos hacen de ella”. Recordar a Marco Aurelio le sirve el neurocientífico Ignacio Morgado para remarcar las bondades de un cerebro plástico, flexible, capaz de aprender, adaptarse y habituarse hasta a lo inimaginable como el que a los seres humanos le ayuda a sobrevivir. 

Funcionamos mejor cuando conocemos el peligro real de las cosas, advierte el catedrático de Psicobiología en la Universidad Autónoma de Barcelona mientras la sociedad reactiva progresivamente su actividad y se prepara para normalizar una nueva realidad, además de convivir con la presencia del coronavirus sabiendo que no todas las dificultades que ha provocado se resolverán con la aparición de una vacuna. Retomar nuestras antiguas dinámicas no significa haber superado los problemas. “La nueva normalidad es más bien un estado en el que los problemas están allí, pero los afrontas de otra manera”, sostiene el autor del libro Los Sentidos: Cómo percibimos el mundo. En RetoCoronavirus extractamos sus reflexiones.

Sasha Correa 25/05/2020

1-Los cerebros plásticos se adaptan 

El cerebro humano es plástico, tiene la capacidad para aprender y adaptarse a nuevas circunstancias como las que se dan en un mundo inestable, en constante proceso de cambio. Sin esa capacidad, la especie humana habría perecido. 

2- Soportamos hasta la inimaginable

Cuando nos enteramos de que un amigo está pasando algo grave, un cáncer o un accidente, nos es fácil pensar que si nos pasara a nosotros, no lo soportaríamos: “¡Si me ocurre a mí, me muero!”. Por suerte, no es cierto. De partida hay cosas que nos parecen imposibles de resistir, pero la experiencia demuestra que sí, que el cerebro es flexible y aprende a convivir con la situación nueva, nos adaptamos frente a lo inimaginable, aunque haya a quien le cueste más o menos, le sea un proceso más rápido o lento. 

3- Estamos programados para sobrevivir

Por eso nos cuesta tanto afrontar la muerte, de hecho nos resulta imposible prepararnos para ella: lo contrario sería ir contra nuestra naturaleza. Frente a situaciones como estas, nos invade el miedo, la incertidumbre, la desesperanza, la incapacidad. Pero se supera. La fuerza última de nuestra especie nos empuja a sobrevivir. Y más lejos, a que sobrevivan nuestros genes como sentido último.

4- Convivimos con lo que nos amenaza 

Se puede convivir con el miedo reduciendo el efecto que nos produce. ¿Cómo? Con inteligencia emocional. Como la de Marco Aurelio, un hombre culto y sabio, a quien recuerdo cuando decía que “La vida de un hombre es lo que sus pensamientos hacen de ella”. No elegimos tener una enfermedad, pero sí cómo nos vemos a nosotros mismos con dicha enfermedad. Igual ocurre si perdemos un empleo o se nos complican las cosas. El poder está en nuestra mente: es capaz de modificar la forma en que sentimos y vivimos. Cómo pensamos sobre lo que nos pasa influye en nuestro modo de vivir. 

5- No podemos volver a lo de antes: es imposible 

La aparición de una cura resolverá una parte importante, pero no lo económico, lo afectivo, las nuevas relaciones, no devuelve el trabajo o al pariente que perdimos… Eso quiere decir que más allá de la vacuna, volver a lo de antes es totalmente imposible. Como cuando cambias de pareja, volver a la anterior no es posible. La interacción con la nueva será diferente. La nueva normalidad no será como la de antes, sino diferente tanto en lo interno como externo. La fortuna biológica que tenemos está en nuestra programación: nuestro cerebro es flexible. 

6- Necesitamos conocer el peligro real de las cosas

El cerebro humano resiste mejor lo que conoce -aunque sea malo- que lo incierto. Cuando esto pasa nuestro organismo libera hormonas que afectan nuestro funcionamiento y se genera estrés, es decir, un desajuste entre emociones y razonamientos. Los razonamientos necesitan veracidad: si se basan en premisas que no son claras, costará el buen razonamiento y las emociones se exacerban en lo negativo. Si esa reacción puntual de estrés se mantiene en el tiempo, día tras día, tu organismo resulta afectado. Funcionamos mejor cuando conocemos el peligro real de las cosas. En ese sentido, volver a la normalidad no significa una situación de haber superado los problemas, la nueva normalidad es más bien un estado en el que los problemas están allí, convives con ellos, pero los afrontas de otra manera, valiéndote de una nueva manera de pensar y organizar tus ideas.

7- Afrontamos y nos acostumbramos 

En la manera en que experimentamos el riesgo interviene nuestra psicología y biología. La reactividad emocional de cada uno. La educación, las fuerzas de las propias emociones, incluso componentes genéticos. La información que recibimos de nuestro entorno es clave. 

8- Las señales externas condicionan 

Cuenta mucho la manera en que otros te expliquen las cosas y es lo que llamamos aprendizaje vicario: eso que aprendemos no solo por lo que vivimos sino por lo que vemos a través del comportamiento de otros. Si te dicen que alguien se enfermó en un restaurante, te entra miedo. Pero también ocurre lo contrario. Mucha gente irá a los restaurantes: ayudará compartir experiencias positivas. Por otro lado, si ves que cuando llegas a un lugar está todo situado de acuerdo a la normativa, que se lo toman en serio, que la gente está a cierta distancia, que se lavan las manos, que hay gel sanitario a disposición de todos… aumenta la confianza. 

9- Prudentes por un tiempo 

La nueva normalidad implica reducción en la precaución. Porque como hemos dicho, el cerebro es plástico y cuando se vea que no pasa nada, la gente volverá a las cosas que les gustan. Sobre todo quienes pueden permitírselo, tanto en lo económico como en lo que respecta a la condición de cada quien. 

10-Confiamos aprendiendo, adaptándonos y habituándonos

Además del aprendizaje vicario, la adaptación y habituación son determinantes para confiar.  La adaptación tiene que ver con cómo la reacción frente a un mal disminuye siempre. Imagina que entras en una habitación donde hay muchos fumando, tu primera reacción es fuerte, no soportas el olor. A la media hora ese malestar disminuye porque tus receptores del olfato han dejado de funcionar con la misma fuerza. Pero la habituación es un proceso diferente, y más profundo. Si te dan una mala noticia, al cabo de un tiempo disminuye la angustia. Cuando alguien muere uno cree que el dolor durará para siempre, pero te adaptas y adecúas, y eso incluye la reducción de ese dolor. El miedo que sientes ante la posibilidad de contagiarte se reduce cuando empiezas a pasar más tiempo paseándote por la vida y ves que no pasa nada. La habituación, por tanto, implica razonar sobre una situación de otra manera. Piensa en el ruido de una máquina perforadora cerca de tu casa, a la media hora le dejas de hacer caso. El ruido sigue estando allí, pero estableces mecanismos mentales para estar en otra cosa inhibiendo el efecto del ruido. En este sentido, nos habituamos cuando vamos a restaurantes y perdemos el miedo a la mesa de al lado. 

11- Creemos lo que nos conviene

Te contagies o no, el virus te pilla igual. Por eso el luto es compartido y todo esto duele. Si ves por ejemplo que alguien se enferma, sufres por esa persona pero por ti también al ver lo que te puede pasar. Afortunadamente estamos diseñados para pensar que los males están más cerca de los demás que de nosotros, creemos lo que nos conviene: que la probabilidad de que nosotros, amigos cercanos, parientes o personas que admiramos contraigamos el virus es inferior a la de las demás personas, incluso cuando las estadísticas lo contradicen. 

12- Recuperamos hábitos porque no se pierden

Los hábitos son conductas aprendidas. No desaparecen, se vuelven a construir enseguida. Las inercias básicas de las personas les llevan a regresar. Ante ciertas circunstancias, aprendemos uno nuevo que impide que funcione el anterior pero se puede recuperar. Esto tiene cosas positivas y negativas. Por ejemplo, si alguien adquiere una fobia, aunque haya tratamientos para controlar lo que siente, esta no se borra. No ha desaparecido el hábito de ir a restaurantes, ha sido enmascarado por otro, el de cocinar o estar en casa, pero cuando desaparezcan estas circunstancias se reactivará el anterior. Lo mismo pasará con los abrazos, los saludos y las cercanías. Volverán y fluirán, porque, en realidad, nunca se fueron.