En los predios de Ignacio y Carlos Echapresto, la experiencia gastronómica puede comenzar comiendo directo de un tronco, o al menos eso supuso, en mi caso, la ocasión de recorrer la huerta que da soporte y sentido a un restaurante como Venta Moncalvillo, junto a Nelú, el hortelano originario de Rumanía que hoy cultiva y reinterpreta Daroca de Rioja. Cortó y me dio a probar un shiitake de texturas y sabores extraordinarios, como el que consiguen aplicando una técnica japonesa de inoculación e incubación de setas sobre roble. Mientras avanzábamos, me explicaba cómo trabajan, por qué y cómo lo hacen; y en el recorrido iban apareciendo ingredientes que se expresan sin mayor intervención que la ejercida por la propia naturaleza, en un espacio donde la cocina comienza en las manos de quien cultiva la tierra.

En un pueblo de apenas setenta habitantes, los hermanos Echapresto han levantado una iniciativa transformadora que desborda la idea habitual de restaurante. En este rincón remoto de España, del que tantos se marcharon, los suyos permanecieron. El futuro no estaba en otra parte, sino allí, donde una familia supo ver oportunidades para convertir un paisaje singular en una forma de diálogo con la identidad del territorio al que pertenece.

Lo que empezó en 1994 como una casa de comidas abierta por sus padres para sostener a la familia ha evolucionado con los años en algo más que un lugar de referencia: hoy constituye un entramado vivo que ejemplifica el potencial de la biodinámica aplicada a la gastronomía.

Hace unos años pusieron en marcha una huerta ecológica que ha ido creciendo hasta convertirse en una granja biodinámica, donde conviven animales, aves, frutales y plantas que ofrecen frutos comestibles de todo tipo. En España apenas existen propuestas tan singulares centradas en esta filosofía, que parte de una idea esencial: la tierra no es un recurso, sino un organismo vivo que respira, se regenera y se equilibra en relación con el cosmos.

En Venta Moncalvillo, Ignacio —autodidacta en cocina— y Carlos —sumiller y jefe de sala— aplican estos principios con naturalidad: respetan los ritmos solares y lunares, preparan sus propios composts para enriquecer el suelo e integran los animales en los ciclos agrícolas. Es significativo, además, que lo hagan justo allí, donde la economía de tantas generaciones ha dependido de prácticas de supervivencia basadas en aprovechar lo que ofrece el entorno, en equilibrio con los recursos disponibles.

Recuperar esas prácticas en la actualidad supone mucho más que un gesto romántico: es reconectar con filosofías que, aunque a veces se tildan de pseudocientíficas o esotéricas, se vinculan con formas de vida que reconocen la influencia de los ritmos lunares, la energía de la tierra y una visión holística de la interdependencia entre todos los organismos que habitamos el mundo. Lo que antes era una necesidad para sobrevivir se convierte ahora en una propuesta consciente para regenerar la relación entre el ser humano y su entorno.

En este sentido, la apuesta de Venta Moncalvillo no solo revitaliza la memoria de una comunidad, sino que la proyecta hacia el futuro con creatividad y conocimiento, demostrando que la modernidad puede enraizarse en lo pequeño. Me queda claro que la innovación puede ser rural, y que quedarse también es avanzar.

Esa manera de entender el territorio se percibe no solo en un plano abstracto o paisajístico: va desde la semilla hasta la mesa, pasando por las elaboraciones que habitan el menú del restaurante, así como por los productos con los que reivindican técnicas de conservación tradicionales —fermentaciones, encurtidos, secados, mermeladas— que utilizan para recrear modos de vida propios de los pueblos.

Visitarlos en noviembre de este año, me hizo pensar en el vínculo entre la agricultura biodinámica y la gastronomía. Cuando las bases de esta filosofía se trasladan a la cocina, los productos adquieren otra dimensión: reflejan la vitalidad del suelo, el equilibrio del ecosistema y la energía de quienes los cuidan. Lo transmite Nelú y lo escenifican cocineros como Ignacio, cuyos platos ofrecen expresiones tangibles de lo que aporta la biodinámica, a través de sabores más puros, texturas más nítidas y una coherencia que se percibe sin necesidad de explicaciones.

A través de gestos que en su caso son cotidianos —sembrar, compostar, fermentar, tomar en cuenta los astros alrededor— reivindican la vitalidad del paisaje y la dignidad de quienes lo habitan, proyectando una herencia hacia el futuro con creatividad y conocimiento. La innovación, en ese sentido, puede venir no solo de la huida hacia adelante sino del arraigo.

Esta mirada al pasado sin nostalgia, apenas con agradecimiento y conexión con la tierra, los animales y en general con la naturaleza, puede abrir caminos en el presente, entendiendo que hay responsabilidad no solo en rescatar lo que se perdió, sino en reinterpretar y transformar una herencia en clave contemporánea, como hacen los Echapresto cuando conectan la vanguardia con lo más esencial.


En Venta Moncalvillo, Ignacio y Carlos Echapresto llevan años demostrando que la gastronomía, además de una vía para generar experiencias únicas, puede ser un motor de transformación. No se conforman con cocinar o servir vinos: han creado un ecosistema vivo. Tras poner en marcha hace pocos años una huerta ecológica, ahora dan un paso más con una granja donde conviven animales, aves, frutales y plantas que ofrecen frutos comestibles. Todo ello bajo los principios de la biodinámica.

Lo extraordinario es que todo este proyecto nace de una modesta casa de comidas creada para dar sustento a la economía familiar. Ignacio y Carlos hacen una apuesta, diría que vital, para recuperar prácticas tradicionales del pueblo pérdidas con la industrialización y las actualizan con conocimiento y creatividad. El potencial es todavía tremendo.

Esto me ha hecho pensar sobre el vínculo entre la agricultura biodinámica y la gastronomía

La agricultura biodinámica parte de una visión holística: la tierra no es solo un recurso, sino un organismo vivo que respira, se regenera y se equilibra en relación con el cosmos. Sus principios fundamentales —como el respeto a los ritmos lunares y solares, el uso de preparados naturales para enriquecer el suelo y la integración de animales en el ciclo agrícola— buscan devolver vitalidad a los ecosistemas y fortalecer la conexión entre naturaleza y ser humano.

Cuando estos principios se trasladan a la gastronomía, el resultado es una cocina que no solo alimenta, sino que transmite energía, identidad y coherencia. Los productos cultivados bajo prácticas biodinámicas poseen una calidad sensorial y nutritiva distinta, reflejo de un suelo vivo y equilibrado. Lo transmite perfectamente Nelú, el hortelano que vino de Rumanía y ahora reinterpreta Daroca de Rioja. Esos productos en manos de chefs como Ignacio Echapresto, se convierte en platos que son expresiones tangible de esa armonía: sabores más puros, texturas más auténticas y una narrativa que conecta al comensal con la tierra de la que provienen los alimentos.

Así, la biodinámica no es únicamente una técnica agrícola, sino una filosofía que amplía el horizonte de la gastronomía contemporánea. Al integrar estos principios en proyectos como Venta Moncalvillo, se demuestra que la cocina puede ser regenerativa: capaz de cuidar el planeta, revitalizar tradiciones y ofrecer experiencias que trascienden lo culinario para convertirse en actos de conciencia y cultura.

Y además, resulta especialmente significativo que todo esto ocurra en un pequeño pueblo de apenas 70 habitantes. Allí, durante generaciones, la vida estuvo marcada por prácticas ligadas a la supervivencia: vivir de lo que ofrecía el entorno inmediato, aprovechar los ciclos de la naturaleza y mantener un equilibrio con los recursos disponibles. Con el desarrollo económico, la industrialización y la emigración de muchos vecinos hacia entornos urbanos e industriales, gran parte de ese saber cotidiano se perdió o quedó relegado al recuerdo.

Hoy, recuperar esas prácticas supone mucho más que un gesto nostálgico: es reconectar con filosofías que, aunque a veces se tachan de pseudocientíficas o esotéricas, en realidad están profundamente vinculadas a los ritmos lunares, a las energías de la tierra y a una visión holística de la interdependencia del mundo en el que vivimos. Lo que antes era una necesidad para sobrevivir, ahora se convierte en una propuesta consciente para regenerar la relación entre el ser humano y su entorno.

En este sentido, la apuesta de Venta Moncalvillo no solo revitaliza la memoria del pueblo, sino que la proyecta hacia el futuro con creatividad y conocimiento. Es un recordatorio de que las raíces de la innovación más auténtica se encuentran en la sabiduría ancestral, y que volver a mirar hacia ellas puede abrir caminos inspiradores para la gastronomía, la cultura y la vida comunitaria.

Esta mirada al pasado, a la tierra, a los animales y a la naturaleza, cuando se combina con el conocimiento y la creatividad contemporánea, abre un horizonte infinito de posibilidades. No se trata únicamente de rescatar lo que se perdió, sino de reinterpretarlo y transformarlo en nuevas formas de innovación. Cada ciclo lunar, cada energía de la tierra, cada práctica ancestral puede convertirse en semilla de creatividad, capaz de inspirar proyectos gastronómicos, culturales y sociales que nos recuerden que la verdadera vanguardia nace de la conexión profunda con lo esencial.