17-12-2020
Las cocinas volvieron a ser aquello para lo que fueron diseñadas y no simplemente un lugar en el que abrir envases y calentar cosas. En solitario o en modo “zoom cooking”, siguiendo recetarios o tutoriales, preparando platos básicos o recetas de gran complejidad, especialidades locales o de otras latitudes, panes de masa madre o bizcochos de plátano, la gente no ha tenido más remedio que ponerse a cocinar. ¿Se quedará este nuevo hábito con nosotros cuando todo esto pase? Quién sabe. En cualquier caso, hoy estamos más cerca que hace un año de valorar lo que comemos y lo que cuesta llevarlo hasta la mesa.
Más allá de todos los problemas que conlleva la covid-19, si hay algo que este año excepcional que está a punto de terminar nos ha traído es tiempo. El confinamiento, las restricciones y el complicado contexto laboral han puesto a nuestra disposición una cantidad de horas vacías a la que no estábamos acostumbrados y que hemos tenido que llenar. En función de las preferencias de cada cual, ha habido quien se ha puesto a aprender a tocar la guitarra, a adquirir nociones básicas de japonés, a repintar de arriba abajo la casa, a leer por fin todos y cada uno de los Episodios Nacionales de Galdós o simplemente a agotar el catálogo de Netflix, HBO o Filmin.
Ese tiempo extra también nos ha dado la oportunidad de reflexionar y poner a prueba ciertas ideas preconcebidas. Y, por lo que los datos nos indican, si hay una idea que la gente se ha empeñado en cuestionar este año ha sido la siguiente: “cocinar es algo difícil que exige demasiado tiempo y esfuerzo y un conocimiento que está fuera de nuestro alcance”. En un contexto de restaurantes cerrados o sometidos a restricciones, muchas personas que rara vez habían pisado la cocina no tuvieron más remedio que hacerlo para resolver su comida diaria, y quienes ya lo hacían habitualmente se encontraron con la oportunidad de mejorar sus habilidades y de asumir nuevos retos culinarios.
Según un estudio realizado el pasado mes de abril en Estados Unidos en torno al impacto de la covid-19 en los hábitos de alimentación, el 54% de los estadounidenses estaba cocinando más en casa, el 26% estaba incrementando sus conocimientos de cocina, el 44% había descubierto nuevos ingredientes y el 51% afirmaba que continuaría cocinando más a menudo una vez llegada la “nueva normalidad”. Una encuesta llevada a cabo ese mismo mes en España por la Organización de Consumidores y Usuarios mostraba cifras similares: el 51% de los españoles estaba cocinando más que antes de la irrupción de la pandemia, el 46% encargaba menos comida preparada, el 35% tiraba menos comida a la basura y el 33% reutilizaba sus sobras más que antes. No es un fenómeno localizado: los informes se repiten a lo largo y ancho del planeta y arrojan resultados parecidos.
¿Y por qué? Sin duda entre las principales razones se encuentran la voluntad de comer más sano y de ahorrar dinero, sin depender en exceso de platos precocinados y comidas a domicilio, pero si este fenómeno se ha dado en todo el mundo de forma tan generalizada y masiva es también porque todas esas personas que han vuelto a acercarse a la cocina no han estado solas a la hora de afrontar el desafío. La tecnología ha hecho posible que cocinar en tiempos de pandemia, a pesar del aislamiento forzado, se haya convertido en una experiencia compartida que va mucho más allá de cubrir la necesidad básica de alimentarnos de manera sana y por poco dinero. Las familias que no podían reunirse empezaron a conectarse y a cocinar juntas, en tiempo real, a través de aplicaciones como Zoom, y así los más jóvenes aprendieron de los mayores las recetas de la memoria familiar que quizá nunca habían cocinado por sí mismos y también se dieron cuenta del tiempo y el esfuerzo que requiere prepararlas. La tecnología nos permitió asimismo que amigos de diferentes países compartiesen las preparaciones de sus respectivos lugares, de tal modo que, como apuntaba Bee Wilson, “la comida se convierte en nuestra única manera de viajar en estos tiempos”.
Tampoco faltó el asesoramiento profesional. Primeros espadas de la alta cocina internacional compartieron trucos y recetas y plantearon desafíos culinarios a través de las redes sociales y las visitas a los tutoriales de cocina de todo signo se multiplicaron exponencialmente en Youtube. En su informe de tendencias de este año, la plataforma hace hincapié en el carácter global y simultáneo de un fenómeno que se ha producido en la misma medida en culturas muy diferentes, algo que, según afirman, “es altamente inusual”. Como posible explicación al boom de los tutoriales culinarios, concluyen que “aprender nuevas destrezas en la cocina es una de las maneras más accesibles de que las personas se hagan una idea de quiénes son y de las cosas que son capaces de hacer”.
Los gráficos de Google también muestran un incremento sin precedentes a nivel global en la búsqueda de la palabra “sourdough” o “masa madre” en los meses de marzo y abril, lo que vino acompañado de problemas de suministro de harina en los supermercados en las primeras semanas de la pandemia. Sobre las repisas de las cocinas de todo el planeta comenzaron a verse tarros rellenos de experimentos a base de harina y agua que aspiraban a fermentar y a convertirse en la materia viva que diese lugar a un pan a la altura de las fotografías y vídeos con los que los usuarios iban a medir su nueva destreza. Miles de imágenes compartidas por las redes sociales dieron fe de la frustración o el orgullo de cada panadero principiante, pero más allá de migas más o menos esponjosas y cortezas más o menos cruijentes, algunos expertos coinciden en señalar los beneficios de esta actividad lenta, paciente y táctil para la salud mental de las personas en un contexto como el actual, en el que la depresión, la ansiedad y el estrés han encontrado un caldo de cultivo especialmente fértil.
Por supuesto, nada de esto habría sido posible en un escenario de tiendas de alimentación sin género y anaqueles de supermercado vacíos. Otra de las cuestiones que la pandemia ha contribuido a sacar a la luz a ojos de todo el mundo es el valor esencial de los trabajadores de toda la cadena alimentaria, desde el campo y el mar hasta la caja registradora del supermercado. Darnos cuenta de una vez por todas de que se trata de trabajos de “primera necesidad” y que necesitan ponerse en valor ha sido otro de los “efectos colaterales” de esta pandemia.
Aprender nuevas técnicas, viajar sin salir de casa, comer más sano, mantener a raya la depresión, ahorrar dinero, conectar con nuestros amigos y familiares, darse cuenta de cuál es el verdadero valor de la cocina y de la comida, experimentar la satisfacción de ser capaz de alimentarse a uno mismo… Todo ello se ha puesto de manifiesto en los últimos diez meses y ha contribuido a que volvamos a la cocina. El tiempo dirá si se trata tan solo de un hobby, de un pasatiempo con el que vencer al aburrimiento en tiempos difíciles, o si es algo que ha llegado para quedarse y alumbrará una generación post-covid que habrá convertido el acto de cocinar en casa en un hábito irrenunciable de su día a día.