18-12-2023

Helecho, amaranto, borraja blanca, trébol, tallos de coliflor, capuchina, rábano rosa, escorzonera, hinojo alpino… y así hasta más de 30 vegetales, nunca los mismos, escogidos en función de lo que la naturaleza ofrece en cada temporada, cocinados por separado, empleando técnicas diferentes y reunidos con una salsa de huevo y un jugo de jamón curado cocido en un caldo, componen una de las creaciones más influyentes de la cocina contemporánea. El “gargouillou de jeunes légumes” fue un plato que el propio paisaje dictó a Michel Bras un día de principios de los 80, mientras se encontraba en una de sus frecuentes salidas a correr por los alrededores de su restaurante de Laguiole, en la Occitania francesa. Allí la naturaleza comenzó a iluminarse para él, cuando “una miríada de flores y fragancias avivaban los pastos” y sensaciones olfativas y visuales empezaron a provocar en su mente asociaciones que se apresuró a reflejar en el plato.

Han pasado más de 40 años desde aquel instante de epifanía y el gargouillou sigue tan vivo como entonces, quizá porque nunca ha dejado de mutar, tal vez porque no es tanto un plato, una receta, como un concepto, tal como comenta el profesor de Basque Culinary Center Jorge Bretón: “El hecho de que haya perdurado durante 40 años habla de lo que expresa como concepto, porque lleva 40 años creándose, trabajándose conceptualmente. Su inspiración es el entorno, que cambia constantemente, así que el gargouillou de hoy no va a ser nunca el de mañana y el de primavera nunca será el de otoño. Sus vegetales hablan del aquí y el ahora, del entorno y la temporada. Por tanto, lo que mantiene el plato es el concepto, no los ingredientes”.

Ni siquiera es el mismo dentro de la misma noche. Bretón recuerda la intensidad de la anticipación que sintió justo antes de que le fuesen a servir su gargouillou cuando visitó el restaurante de Bras. “Lo que nunca esperarías, y es el único restaurante del mundo que se puede permitir hacer eso, es que cinco o seis platos después te lo vuelvan a sacar, pero sin repetir ni un producto, ni una textura… El primero se centraba en un espectro de sabores dulces, a través de técnicas de caramelización, con aliños ácidos, pero el segundo acompañaba una especie de prepostre de quesos y sus matices eran amargos y ácidos para contrarrestar la grasa del queso. Es decir, en el mismo día demostraban que dos gargouillous completamente distintos funcionaban a la perfección en el mismo menú”.

El plato, continúa Bretón, sigue asimismo algunos de los preceptos que estableció la nouvelle cuisine, en cuanto a la reivindicación de los productos frescos y de calidad, la intención no modernista, pero utilizando al mismo tiempo nuevas técnicas, la eliminación de las salsas “pesadas”, la búsqueda de la frescura, el trabajo no solo con el sabor, sino principalmente con el aroma, la textura y la parte visual… “Es un plato que comes por capas. Pinchas productos fríos que están por encima de los que están calientes, que a su vez están encima de otros fríos y así sucesivamente… Hay una intencionalidad de jugar con texturas y temperaturas, algo que a grandes chefs del mundo les cuesta hacer, y ellos lo consiguen con lo que básicamente es una ensalada”.

Michel Bras

La naturaleza como chef creativo

Una ensalada que se nutre del entorno, en este caso de un territorio no precisamente amable, a más de 1.000 metros de altitud, donde los suelos son poco profundos, los vientos sacuden sin apenas obstáculos, las nieves son frecuentes y la temporada cálida es corta, una zona, en definitiva, no especialmente propicia para la alta cocina. “Otra de las cuestiones que apuntaba la nouvelle cuisine era la descentralización de la cocina: los chefs ya no solo están en París o en los grandes núcleos urbanos. Y de pronto, como en este caso, aparecen cocineros que utilizan productos locales, autóctonos, de una cocina regional que hasta entonces casi no tenía valor y que son tratados como la alta gastronomía los trataría”, comenta Bretón.

La imprevisibilidad del clima también aporta un valor especial a esta creación, porque la disponibilidad de los ingredientes siempre va a ser incierta, lo que en lugar de ser un problema se convierte en una virtud. “Se trata de una zona donde de repente puede nevar y entonces pierdes tus hierbas. Es la cocina de mercado llevada al extremo. El valor reside en salir a buscar hierbas al campo, en recogerlas de tu huerta, y tienes que ser muy consciente de lo que es capaz de producir esa huerta, porque cuando se acaba ya no lo puedes incluir en el plato. Si tengo veinte mini calabacines, tengo veinte gargouillous. ¿Pero qué pasa con el comensal 21? Que tiene que comer otro plato, por lo que hay que crear otro al mismo nivel conceptual pero con otro ingrediente. Pero nadie se queda sin gargouillou”.

El valor que Michel Bras otorga a la naturaleza, en línea una vez más con los preceptos de la nouvelle cuisine, también supone una crítica a la haute cuisine anterior, que, como apunta Bretón, estaba “demasiado cuadriculada.” “De pronto se trata no solo de recolectar de la naturaleza, sino de dejar que la naturaleza sea tu propio chef creativo. Así, no limpian alrededor de sus huertas o sus campos donde están las verduras que han domesticado, porque lo que hasta hacía poco se veía como malas hierbas se convierten en vegetales comestibles que la naturaleza y su temporalidad te están aportando”.

Del mismo modo, la falta de “consistencia” de este plato, esa imposibilidad de garantizar una cantidad suficiente de los mismos ingredientes, también va en dirección opuesta de la voluntad homogeneizadora de la vieja haute cuisine, “que pretendía replicar sus platos en cualquier lugar del mundo. Por ejemplo, el melocotón melba de Escoffier se podía servir igual en Suiza, en el Ritz de Nueva York o en el Titanic. Y si no tenían melocotones, frambuesas y almendras tiernas, utilizaban melocotón de bote, almendras remojadas en leche y mermelada de frambuesas.  El gargouillou es todo lo contrario y el que se hace en Laguiole no tendrá nada que ver con el que se hace en Niza, excepto en su concepto”, concluye Bretón.

Influencia en otras mesas

La onda expansiva de este plato en el que, según afirmaba el escritor gastronómico Benedict Beaugé, “intervienen curiosas sensaciones de resonancia que despiertan el sentimiento primitivo de probar por fin un tipo de comida esencial, de probar el sabor de la misma tierra”, y que ponía a las verduras en el mismo centro del escenario y no a la sombra del protagonismo de una proteína, afectó a restaurantes y chefs de todo el mundo, que vieron en Bras a una especie de chamán sintoísta (de este modo lo definía el propio Beaugé) que aportaba a su trabajo una dimensión casi espiritual y abría un camino nuevo no solo en términos culinarios, sino también filosóficos e incluso éticos.

David Kinch le otorgaba hace unos años el título de “chef más influente del mundo” y de “padrino de la vanguardia española” por su fuerte influjo en cocineros como Ferran Adrià o Andoni Luis Aduriz, quien dijo de él que “su cocina es de otra dimensión, la más intelectual. Cuando salió su trabajo en los años 80 iba conceptualmente 100 años por delante”. Wylie Dufresne confesaba que Bras era “su héroe” y lo definía como un “monje culinario” cuyos emplatados, “como pinturas abstractas” habían copiado chefs de todos los países, él mismo incluido. “Era un locávoro antes de que ninguno de nosotros conociese la palabra y salía de foraging antes de que fuese cool”. En 2016 una encuesta realizada por la Guía Michelin entre más de 500 chefs de todo el mundo, todos ellos con al menos dos estrellas, le reconocía de nuevo como el chef más influyente del planeta, por delante de Pierre Gagnaire, Seiji Yamamoto o Alain Ducasse.

Algunos de estos chefs desarrollaron declinaciones más o menos explicitas del gargouillou original. Jorge Bretón cita nombres como los de Quique Dacosta en su primera etapa, “que hacía un plato con hierbas del Montgó, el monte que tiene detrás, con matices mediterráneos y vinagretas cítricas que era un gargouillou. En Mugaritz tenían el plato de flores y hierbas con un aliño untuoso de queso Idiazabal que también era un gargouillou. La ensalada de tuétanos de Martín Berasategui también lo es. Y muchos chefs trabajan ese marco conceptual, como Alain Ducasse, o Ferran Adrià: la menestra de verduras deconstruida de elBulli  es conceptualmente una ejemplificación de cómo conseguir estética, aromas y sabores trabajando la importancia de las texturas. La diferencia es que Ferran rompe con las texturas originarias”.

El propio Michel Bras ofrecía una definición sumamente abierta de su creación, al describirla como un “hermoso equilibrio entre los sabores, las texturas, los colores… Es como una pieza de jazz. Tiene notas agudas y después la tonalidad desciende para luego volver a despegar…”. Unas y otras remiten finalmente a algo casi intangible, más cercano a una sensación que a un plato de comida, algo que el publicista Tony Segarra identifica con la poesía: “Le gargouillou es como la primavera, dice Bras. Y aquí surge otra razón que nos permite entender: la ambición enloquecida e ingenua de un ser inocente que intenta explicar lo inexplicable. Por eso, para eso, la poesía. Quizá vivir no sea otra cosa que buscar una vez más, constantemente, ese fugaz y leve deslumbramiento provocado por un plato de verduras cocidas”.