13-11-2024

“Huyendo de la política fui a parar a un lugar aún más político”, dice el sociólogo Iñaki Martínez de Albeniz sobre su tránsito profesional, que le condujo a abrazar la gastronomía como objeto de estudio al detectar una complejidad y una cantidad de conexiones que tal vez no habían sido exploradas en toda su dimensión. Este periplo le ha llevado a lo largo de los años entre otras cosas a colaborar con Mugaritz en diversos proyectos, a ejercer de director de contenidos del congreso Diálogos de Cocina, a ser miembro del consejo editorial de la revista International Journal of Gastronomy and Food Science y profesor del máster de Ciencias Gastronómicas de Basque Culinary Center, para el que también desarrolló la exposición y el libro 50 miradas. Un recorrido por el movimiento de la gastronomía contemporánea. Recientemente ha publicado El idiota gastronómico (Col&Col), un libro en el que trata de iluminar las zonas invisibilizadas de la escena gastronómica y reflexionar acerca de cuáles han sido los relatos dominantes en este ámbito para ofrecer alternativas a nuestra manera de pensar y contar la gastronomía.

Podría decirse que todo tu libro es una reivindicación de la gastronomía como algo complejo, algo que tiene muy poco de banal, aunque tienda a banalizarse.

Creo que hay distintas formas de contar la gastronomía y se ha optado quizás por la más sencilla, por hacer visible aquello que más luz tenía, la parte más iluminada del cuadro. Yo he tratado de ir un poco a las zonas oscuras y traspasar esa primera capa, que según mi impresión está definida porque tradicionalmente, cuando narramos determinados acontecimientos, tendemos a poner en el centro de la escena al ser humano. Es decir, creo que se ha hecho una lectura demasiado antropocéntrica de la gastronomía, y el epítome de todo esto es la figura del chef, ese héroe o genio tan presente en la escena que eclipsaba todo lo que le rodeaba. Y para mí esos otros son los elementos más importantes del cuadro, aunque sólo sea porque posibilitan, incluso en detrimento de sí, la emergencia del chef: las tecnologías que maneja, los equipos con los que trabaja, el contexto en el que se mueve, la gente con la que colabora…

Responsabilidad medioambiental, consumo sostenible, preservación de la diversidad biológica y cultural, lucha contra la explotación laboral… Escribes que por primera vez en la historia hay un movimiento social en torno a la gastronomía. ¿Pero hasta qué punto la fase de los grandes chefs fue necesaria para que se activase?

Probablemente fue una presencia que hizo la función de faro para visibilizar un mundo más complejo, que estaba más allá de esa misma presencia. Pero creo que el chef no ha sabido apartarse. Cuando vas a explorar un nuevo territorio, necesitas que alguien te lleve de la mano, pero tiene que haber un momento en el que te la tiene que soltar para que tú puedas recorrer tu camino solo, viviendo otras cosas. Creo que el chef nos sigue sujetando de la mano y nos impide así recorrer determinados vericuetos de ese camino. Y esto es un asunto político. Hay ciertas presencias que se han establecido como fijas porque hay intereses mediáticos que necesitan que sigan ahí para continuar haciendo y contando la gastronomía de una manera determinada: esa gastronomía heroica, del genio, que para mí es tan espectacular como banal. Y en relación con esto: en lugar de seguir profundizando en la complejidad y el conocimiento de la gastronomía, hay una curiosa deriva de todos esos chefs hacia los negocios. Ya no siguen investigando, sino que se dedican a abrir restaurantes, se han metido en el mundo del emprendimiento. ¿Por qué se han desviado del camino, cuando fueron ellos -con Ferran y elBulli como paradigma- los que iniciaron el estudio de la gastronomía como algo que puede llegar a ser una ciencia y que tuvo un desarrollo brutal en términos de innovación disruptiva?

En relación con esta visión centrada en los chefs frente a una que abra la mirada a otras realidades y actores hablas de “egosistema” frente a “ecosistema”, de una gastronomía Cristiano Ronaldo frente a otra Xabi Alonso… 

A mí me gusta mucho el fútbol, porque me sirve para explicar o ilustrar muchos procesos sociales. El futbolista que ha recibido este año el Balón de Oro es Rodri, centrocampista del Manchester City de Guardiola y de la selección española, que básicamente se dedica a pasar el balón. El que ha quedado en segundo lugar es Vinicius, un goleador, un regateador, un jugador vertical. El Real Madrid, club en el que milita Vinicius, para mostrar su desacuerdo con la decisión, no acudió a la entrega de premios, pese a ser premiado como mejor equipo del mundo en esa misma gala. ¿Por qué es esto significativo? Porque creo que premios como el de Rodri están hablando del fútbol como un ecosistema complejo, no de una especie de acontecimiento que se produce cuando alguien marca un gol. Todo apunta un poco en esa dirección. También en gastronomía. Existe una relación de tensión entre complejidad y notoriedad. A mayor notoriedad, menos complejidad. A mayor complejidad, menos lugar para que alguien sea notorio, destaque, sobresalga. Creo que la gastronomía merece estar a la altura de la complejidad de su objeto. Y para eso tienen que apartarse del camino muchos chefs-goleadores. 

Abogas por un nuevo tipo de periodismo, una nueva forma de mirar, y para ello hay un montón de cosas que estorban. Entre otras los premios, “uno de los estiletes de la gramática meritocrática de la gastronomía”.

Premios, reconocimientos, notas, rankings… son formas de evaluar individualidades. Números y posiciones en una lista. La complejidad no se puede evaluar con números y posiciones y en realidad los premios y los rankings son un síntoma de la incapacidad de la gastronomía para narrar su propia complejidad. En el libro defiendo, con cautela, porque no pertenezco al gremio, un periodismo que sea capaz de describir aquello que no se puede narrar desde el protagonismo del chef. Aquello que no se pueda medir en números, que requiera de un relato complejo que hable más del qué que del quién. Y creo que hay un cierto sector de periodistas, muchas de ellas, no por casualidad, mujeres, que lo están haciendo. Porque ahora hay gente verdaderamente interesada en contar lo que está pasando en la periferia de la gastronomía. Yo abogo por un periodismo que sepa describir bien, que muestre el fenómeno antes que juzgarlo. El referente del Nuevo Periodismo norteamericano me viene a la cabeza porque el periodista es una especie de etnógrafo que se cuela de rondón en una realidad y la describe. No es un periodismo de acontecimiento sino de formas de vida, que es el que más me interesa.

Comentas cómo en otros tiempos los medios incluían la gastronomía en secciones como “Gente” o “Estilo”. Ahora ya se ha hecho con una sección propia y poco a poco se va anexionando páginas en las que ya no se incluyen solo críticas de restaurantes o recetas… Escribes que hay  indicios de que se está “pasando de hablar de una cocina de vanguardia, de autor, a una cocina más expandida”. ¿Realmente crees que es así?

Poco a poco la gastronomía se va filtrando a otras secciones. Creo que tendrían que forzarlo algo más, pero el hecho de que en la portada de una revista como El País Semanal en lugar de la cara de un chef aparezca un surtido de frutas ya me parece significativo, porque se está dando presencia a uno de los elementos imprescindibles, aunque frecuentemente desplazado, de la ecuación gastronómica, el propio alimento. Creo que es un trabajo de ir colonizando progresivamente otras secciones o de traer otras secciones y sus problemáticas a la gastronomía. Por eso utilizo el término “gastrología”, porque la gastronomía es transdisciplinar. Habría que tener una sección de gastrología en los periódicos que tuviera la misma entidad y aura que la de política, la de economía… Son pasos que se están dando poco a poco. La infiltración, la ampliación del campo de batalla de la gastronomía tiene que seguir. Yo parto deliberadamente de la idea, un poco paranoica, de que la gastronomía está en todas partes o lo es todo, de que tiene mucho que ver con la emergencia climática, con nuestro estado anímico, con dimensiones que van mucho más allá que el placer que produce en el comensal o lo genial que es el chef de turno. 

Ruth Reichl defendía un periodismo que contase, por ejemplo, las historias de esclavismo de los recolectores de tomates en Florida, los intereses que hay detrás del movimiento gluten-free, artículos como Consider the Lobster, que ella misma, siendo editora de Gourmet, le encargó a David Foster Wallace… ¿Irían por ahí los tiros de ese periodismo gastrológico?

Sí, sería una modalidad de periodismo de investigación que trata de seguir todos los vínculos que la comida genera a su alrededor. Quitamos al chef del centro, ponemos la comida en su lugar y a partir de ahí vemos todos los vínculos que despliega. Ahí es donde te das cuenta de lo compleja que es la gastronomía, porque no hay cosa que vincule más que la comida. La política no genera tantos vínculos, el alimento sí, algunos deliberados y otros no, pero como es una necesidad básica y está siempre ahí es un foco que, por activa o por pasiva, siempre está irradiando. La idea de Ruth Reichl de introducir otras problemáticas es, me atrevería a decir, consustancial a la gastronomía, porque esta es siempre controvertida y problematizable. La gastrología sería una forma de aproximarse a la gastronomía que pone el alimento en medio y trata de decir no solamente qué es, ni cómo sabe, sino con qué se relaciona. Hay una gastronomía de patas muy cortas, de recorrido muy corto, y hay una gastronomía ciempiés, que trata de abordar todo tipo de relaciones. 

Ya desde el título, en el libro hay una especie de elogio de la idiocia y también de la superficialidad. ¿Qué clase de idiota superficial es el que defiendes?

La idea del idiota o del ser superficial trata de jugar contraintuitivamente con esos conceptos para decir que solo siendo superficial se puede profundizar en la gastronomía, porque de este modo vas atravesando muchísimas superficies, recorriendo toda esa piel de los fenómenos gastronómicos que es como un mosaico de cosas, como un patchwork. Tenemos que ser reptiles, estar cerca del suelo, arrastrarnos por él. No hacer una gastronomía en gravedad cero, esa gastronomía “espumosa” que viaja, que se premia, se autocelebra, montando fiestas permanentemente, sino una gastronomía reptil que pringa y “se pringa”. Por eso las figuras que llamo “menores”, como los fermentadores o los forrajeadores me interesan tanto. ¿Idiota por qué? Porque la gastronomía solo se va a entender desde lo menor. Si la gastronomía va a ser algo en el futuro será menor, en el sentido que reivindicaban los franciscanos, quienes se autoproclamaban “idiotas de Dios”. Están por un lado esas formas hegemónicas de la alta gastronomía, que tiene visibilidad mediática y poder, y otras menores que tienen otro tipo de poder más sutil o, mejor, reptil, que saben atravesar otros territorios menos previsibles, desde las paredes del intestino a los partes meteorológicos. En este sentido, el libro es una especie de llamada a que prevalezcan las formas menores, la consideración de la gastronomía como una forma de vida y no tanto como una fórmula de éxito.