Fotografías: Bernat Alberdi

5-1-2023

Elegido como mejor pastelero del mundo en 2018 y 2022 en los The Best Chef Awards, el portorriqueño Antonio Bachour confiesa que desayuna, almuerza y cena pensando siempre en el postre que hará al día siguiente. Desde sus tres establecimientos de Miami, Bachour se dedica a repartir bocados de felicidad a una parroquia variopinta, de todos los estratos sociales, siempre tratando de superarse a sí mismo con cada creación, y también a divulgar su conocimiento a través de libros, redes sociales y clases que imparte por todo el planeta, como la que ofreció el pasado mes de diciembre en Basque Culinary Center. En la siguiente entrevista Bachour nos habla de su pasión por un oficio que empezó a practicar desde muy pequeño, de la evolución de su estilo y de sus fuentes de inspiración.

Tu historia es la de un niño cuyos padres tenían, entre otros negocios, una pastelería, un niño al que es posible imaginar feliz, rodeado de dulces…

Vengo de una familia de padres libaneses que emigraron a Puerto Rico. Mi papá fue comerciante y, efectivamente, compró una pastelería. Pero antes de eso mi mamá siempre cocinaba en casa y cada día nos hacía un postre diferente. De ahí mi pasión por ellos. Yo quería ayudarla en la cocina, pero no me dejaba porque decía que eso era de mujeres, cosas de la cultura libanesa… Pero poco a poco me fue dejando. Cuando tenía diez años mi papá compró la pastelería y la primera vez que entré allí me volví loco. Me impactó la pasión de aquellos chefs, ver lo felices que eran haciendo lo que les gustaba, que además era algo bonito y que estaba rico. Cuando iba me daban un cheesecake, un tres leches un tocinito de cielo… Me enamoré. Pedí permiso a mis padres para ir a ayudar los fines de semana, como hobby. Y a los 15 años ya sabía hacer de todo.

Un hobby que dejó de serlo cuando decidiste seguir formación culinaria.

A los 16 años ya sabía que quería estudiar cocina o pastelería, pero a los 17 me diagnosticaron un cáncer en la glándula pituitaria del cerebro y me tuvieron que llevar a Filadelfia para operármelo. No me daban muchas posibilidades de supervivencia y estuve casi un año hospitalizado allí. Después de la operación lo que me animó a seguir delante fue la idea de matricularme en la escuela culinaria y ser pastelero. Finalmente me admitieron en el French Culinary Institute de Nueva York, donde hice un grado asociado de dos años y empecé a trabajar como pasante en restaurantes de Nueva York durante unos dos años, pero allí solo hacía postres de restaurante y yo quería aprender más.

Y así empiezas a trabajar en hoteles.

Yo veía que los chefs de hoteles hacían cakes de boda, bombones, hojaldres, bizcochos, postres emplatados, petit fours… todo tipo de cosas, así que me fui a trabajar en el Hotel Westin de Puerto Rico y después en el Hotel W en Estados Unidos… Al principio fue difícil, porque tienes que hacer muchas cosas a las que no estás acostumbrado, pero después encajé muy bien, absorbiendo todo ese conocimiento como una esponja.

Sin embargo, después de un tiempo optaste por abrir tu propio negocio en lugar de seguir trabajando para otros.

No era mi objetivo inicial, pero cuando ves que hay gente trabajando 30 años en un hotel, siempre en la misma posición, y que además te tratan como a un empleado, como a un número, y cuando no sirves, te botan, empiezas a pensar “algún día me va a tocar a mí”. Lamentablemente, en los hoteles despiden a la gente más que en cualquier otro negocio. Así que con treinta y pico años pensé en montar mi propio negocio y así lo hice.

¿Cómo convive tu vertiente de creador con la de empresario?

Cuando uno empieza a emprender tiene que cambiar el chip de chef. Ya no puedes ser chef al cien por cien, porque así no vas a tener un buen negocio. Te tienes que adaptar a las necesidades de tu empresa. Todos los chefs exitosos propietarios de restaurantes han tenido que cambiar ese chip. No es lo mismo que trabajar para un hotel que cobra 2.000 dólares por una habitación, donde te puedes gastar lo que quieras. Aquí se trata de que el negocio haga dinero, utilizando los ingredientes de mejor calidad, pero llevando los costos a un nivel en el que puedas hacer un producto que se pueda vender, que sea accesible para todo el mundo. Se trata de ser mitad chef y mitad empresario sin perder la esencia.

¿Y cuál es la esencia de tus negocios, cómo los definirías?

En Miami tengo tres restaurantes Bachour. El concepto es el de bistrot “all day brunch” con pastelería. Y ahí puede venir alguien con un Ferrari o con un Toyota, puede comer el CEO de una multinacional o un obrero, porque ofrecemos la mejor calidad, pero a un precio accesible. Un lugar donde pueden convivir jugadores de baloncesto, artistas y gente de a pie, donde hay ruido y se ve que todo el mundo está contento. Ahora estamos abriendo otro concepto que se llama Tablé, un restaurante francés con un precio más elevado, como de cien dólares por cabeza. En México tenemos también un restaurante libanés llamado Habibi en el que ofrecemos la comida del país de mi familia.

¿Qué clase de cabeza ha de tener alguien que se dedica a algo tan preciso y cartesiano como la pastelería?

Lo fundamental es la pasión. Yo desayuno, almuerzo y ceno pensando en postres. A veces hasta cuando estoy durmiendo me despierto con una idea y la tengo que escribir. Estoy todo el día pendiente de las redes sociales, de la inspiración, me paso el tiempo pensando, creando, perfeccionando. Incluso cuando desarrollamos un postre que está rico, hasta que esté estéticamente perfecto pueden pasar meses. O pones uno en la vitrina y al tercer día se te ha ocurrido algo para mejorarlo. Es una evolución constante, en busca de una perfección que nunca encuentras. Es casi una esclavitud…

¿De dónde surge esa inspiración, tanto en cuanto los ingredientes como en el plano estético?

En lo que respecta a los ingredientes se me hace muy fácil, porque cuando tienes muchos años de experiencia ya sabes qué sabores quieres trabajar y conoces sus combinaciones. Pero la estética es lo más complicado. Es lo que la gente ve primero, lo que vende. Si vemos un Ferrari decimos “wow”, pero si vemos un Toyota, pues no. Con los postres es lo mismo. Hay que jugar con ese “wow factor”. Y un postre nuevo no puede parecerse a uno que ya hayas tenido, porque la gente lo identifica y no lo compra. La inspiración estética puede surgir de una flor, de una camisa, de un ayudante que te da una idea, de un cuadro, de un edificio… Me gusta mucho caminar por los sitios donde hay muchos edificios. Siempre comparo los postres con las obras de esos arquitectos modernos que ganan premios. Sigo a muchos de ellos en Instagram porque sus diseños también me ayudan a mí a diseñar postres.

¿De qué manera ha evolucionado tu estilo desde tus comienzos hasta ahora?

Hacia postres más limpios, naturales y sencillos, sin tanta decoración, sin tantos ingredientes, que no tengan siete sabores, sino tres o cuatro, pero bien equilibrados, que al comerlos ofrezcan distintas tonalidades en boca, que sean cremositos… También hemos pasado a utilizar menos azúcares y menos grasas, porque si la gente se siente llena al comer uno solo ya no quiere comer más, pero si lo pruebas y te sientes a gusto a lo mejor pides otro. A veces, menos es más. Y, por supuesto, el postre tiene que ser bonito, debe tener color, estéticamente ha de impulsarte a comprarlo.

Una parte muy importante de tu trabajo es la divulgación, tanto a través de las redes sociales como de libros y clases en todo el mundo.

Me gusta inspirar a la gente, es algo que me llena mucho. Hubo un tiempo, antes de Instagram, en el que la gente me preguntaba en Facebook por recetas y yo se las daba. Entonces me dije “¿por qué no hacer un libro?”. Si sigo haciendo libros es porque me fuerzan a crear cosas nuevas. Para el último que sacamos, que tiene 524 páginas, estuvimos año y medio trabajando. Son 84 recetas, diferentes a las de los otros siete libros. En el fondo tengo miedo a aburrirme y a perder la pasión por esta profesión y los libros me ayudan a que esto no ocurra. Lo mismo pasa con las clases. A veces daba 50 clases al año y quizá cada tres meses las cambiaba todas, porque de tanto dar la misma charla me la sabía de memoria.

¿Y las redes sociales?

Antes las odiaba, pero después me enamoré. En parte mi éxito se basa en ellas, porque, quieras que no. ayudan a un chef a que le llamen para viajar a un sitio, a conocer a otras personas… Es crucial. Y no es lo mismo que las lleves tú mismo, como yo, que encargárselo a ora persona. Me encanta interactuar con la gente, personas que se toman su tiempo para hacerte una pregunta o para darte las gracias porque les has inspirado y han empezado en este oficio. Y yo también les doy las gracias y les animo a que sigan luchando por sus sueños. Todo esto es muy importante y me encanta.

En mundo tan aparentemente codificado, especialmente por Francia, se han hecho cosas muy distintas en los últimos años. ¿Qué espacio queda en la pastelería para seguir innovando?

Bastante. Llevamos dos o tres años con las masas laminadas en la bollería, ahora va a venir toda una tendencia que tiene que ver con utilizar productos vegetales en pastelería… Leía hace poco en el New York Times que para el 2050 el 50 o 60% de los postres estarán basados en vegetales. Y la pastelería clásica francesa va a desaparecer, el praliné…, todos esos postres tan empalagosos, se van a ver cada vez menos.

¿En qué estás centrado ahora mismo? ¿Cuáles son tus proyectos inmediatos?

Aparte de Tablé, vamos a abrir una pastelería en el Museo de Arte Moderno que se inaugurará en noviembre en Washington. Y quiero seguir viajando y dando clases. En los viajes aprendo mucho, me gusta ir a todas las pastelerías, a todos los restaurantes, probarlo todo, inspirarme… Hay cosas que uno encuentra en sitios que no son famosos y que no tienen redes sociales pero que ofrecen un producto magnífico. Esto ocurre mucho. Así puedes ir nutriéndote de ideas. Y, en fin, creo que soy bueno inspirando a la gente y es lo que voy a seguir haciendo hasta que pueda.