10-5-2023
Estandarte del sistema alimentario industrial, presunto culpable de crímenes contra la salud y el medio ambiente, pero también símbolo de seguridad y control, emblema ideológico y obra maestra del equilibrio y la proporción. Detrás de un Big Mac hay mucho más de lo que parece y su nacimiento y su exitosa expansión a lo largo y ancho del planeta tiene que ver con cuestiones de índole sociológica, económica y política, además de con una fórmula que parece satisfacer a todo tipo de paladares. A este asunto dedica una buena parte de su libro Las revoluciones de la comida el periodista y coordinador del Máster en Comunicación y Periodismo Gastronómico de Basque Culinary Center Rafael Tonon, con el que hemos mantenido la siguiente entrevista.
El Big Mac es el buque insignia del sistema alimentario industrial, es decir, algo así como el primogénito del diablo para los gourmets. Pero también es una bendción para los que quieren comer rápido y barato y un alimento que provoca una especie de hermanamiento planetario, un esperanto de la comida, un lenguaje universal que se entiende en culturas y tradiciones culinarias totalmente distintas. ¿Pueden tantos millones de personas estar equivocadas?
Es que es algo que fue creado pensando en agradar a mucha gente. Cuando surgieron las cadenas de fast food, también surgió un hábito. La gente quería salir a comer y degustar la idea de probar algo nuevo, innovador. Este concepto de comida daba respuesta a una nueva demanda de todo el mundo, que consistía en comer más rápido, más ligero… La idea del fast se ajustaba a una sociedad que también iba más fast. Todo iba más rápido, las mujeres también habían empezado a salir a trabajar fuera del hogar y no estaban todo el tiempo cocinando para sus maridos y sus hijos. Todo ello lo convirtió en un éxito, tanto fuera como dentro de casa, porque este movimiento también implica el desarrollo de la industria alimentaria, con sus alimentos industriales, envasados, listos para comer, que nos permitían pasar menos tiempo en la cocina.
En tu libro lo describes como “una obra maestra de la industria alimentaria”, cuya fórmula puede ayudar a cualquier cocinero a entender las proporciones en la cocina.
Incluso en el mundo del fine dining. Nada se convierte en un éxito sin tener un mínimo de calidad. Más allá de su condición de símbolo, de su imagen y de las campañas de marketing, es innegable que hay un equilibrio muy bien pensado: la grasa de la carne, la acidez del pepinillo, el crujiente que aporta la lechuga, esa salsa dulce que lo abraza todo y el confort del pan, tan fácil de comer… Todo fue diseñado pensando en los contrastes, algo que los chefs también buscan en sus creaciones y que está presente en cocinas mundialmente reconocidas, como la tailandesa o la mexicana. Es una fórmula de éxito y el Big Mac la aplicó desde el principio.
Además de responder a esa demanda de velocidad de la que hablabas, este tipo de comida también satisface el deseo de control y seguridad en una sociedad en la que cada vez tenemos más miedo a equivocarnos y entramos en Tripadvisor antes de reservar una mesa o una habitación y leemos decenas de reseñas antes de comprar unas zapatillas o un móvil. No necesitamos ninguna reseña de ningún McDonald’s…
Desde luego. El Big Mac se convierte, en ese sentido, en todo un símbolo, porque es una elección segura. En el fondo no hay tanta gente que se arriesgue a la hora de comer, no todo el mundo quiere probar cosas nuevas y disfrutar descubriendo. Los humanos estamos atados a los hábitos y no queremos salirnos en exceso de esa zona de confort y control que nos proporcionan las cosas que ya conocemos. Este tipo de comida te permite comer exactamente lo mismo estés donde estés en el mundo.
Hubo un tiempo en las pequeñas ciudades de provincias en el que el hecho de tener un McDonald’s suponía algo así como un premio por progresar adecuadamente, por empezar a ser una ciudad de verdad, por parecerse un poco a Nueva York.
Porque significaba entrar en el mundo moderno. Las ciudades y pueblos pequeños sentían que empezaban a formar parte de ese plan internacional de globalización y modernidad y se enorgullecían de ello. La idea de la alimentación globalizada se crea en este tipo de restaurantes. Hoy todos estamos conectados. Podemos hasta comer trufas de Alba o caviar que viene del norte de Europa en cualquier lugar del mundo. Actualmente es fácil que un producto llegue a todas partes, pero antes no era así. Si estas cadenas triunfaron fue, entre otras cosas, porque podían replicar sus productos fácilmente en cualquier parte del mundo, porque utilizaban ingredientes muy sencillos, accesibles y asequibles. Todos teníamos carne, lechugas, trigo, tomates…
En este sentido en el libro hablas también del Big Mac como indicador económico del nivel de vida de las distintas ciudades del mundo.
Los ingredientes del Big Mac representan, si pensamos en ello, una cesta de la compra básica: lechuga, tomate, pan, queso…, cosas que comemos en muchas culturas. Y el “índice Big Mac” tiene que ver con lo que cuesta en los distintos países acceder a esos productos, recogidos en una misma receta que se da del mismo modo en todas partes. De este modo, resulta más fácil comparar los costes de la vida en cada país utilizando este sistema, el precio del Big Mac, que cotejando el coste de los pisos en París, Londres o San Sebastián.
También escribes acerca de él recordando la época en la que fue una especie de emblema del capitalismo frente al comunismo.
McDonald’s representaba el summum del capitalismo, el que abanderaba Estados Unidos, y la gente quería estar ahí. El Big Mac aparece cuando el socialismo ya estaba en crisis y el capitalismo se veía como el sistema que lo iba a cambiar todo, el que nos iba a dar la oportunidad de tener riqueza y alcanzar todo tipo de logros en nuestras vidas. Hoy tenemos muchas dudas a ese respecto, pero en su momento parecía así. Y cuando McDonald’s llegaba a los países socialistas la gente se volvía loca, gritaba, hacía colas gigantescas… Lo recibían como el símbolo palpable, comestible, del cambio, como la promesa de un futuro que transformaría sus vidas.
Lo que comemos también nos define en muchos sentidos. Subrayas en el libro que Obama prefería el salmón a la plancha y los frutos secos, Kennedy la sopa de pescado de Nueva Inglaterra… y a Trump le iban las hamburguesas escoltadas con litros de refrescos.
Quise empezar el libro entrando en la cuestión política porque la gente siempre me ha dicho que hablar de gastronomía no es importante. Un periodista que se dedica a la política tiene más espacio e importancia en una newsroom que uno que hable de gastronomía. Y yo quería demostrar que cuando hablamos de gastronomía, de alimentación, estamos hablando de muchas cosas. En ese capítulo hablo, a través de la comida, de geopolítica, de economía, de nutrición, cuestiones que son importantes en nuestras vidas. En el caso de Trump, quise establecer una conexión directa, sin metáforas, porque cuando un político elige comer algo, está haciendo política. Y es lo mismo en nuestro caso. Hacemos política al menos tres veces al día, al decidir qué vamos a desayunar, comer o cenar. Si compramos directamente a un productor ecológico o vamos a una cadena de supermercados porque nos resulta más cómodo. Con cada una de estas decisiones estamos diciendo qué tipo de mundo queremos apoyar.
Trump llegó a decir que no hay nada más americano que el fast food, quería demostrar a sus potenciales votantes que comía lo mismo que ellos.
Y además Trump es germófobo. Siempre ha sido un tipo que no confiaba ni siquiera en los suyos. Sabía que no era muy querido por mucha gente y comer fast food era una forma de tener esa seguridad y ese control de los que hablábamos al principio, los que proporciona la comida más industrial y replicable. Por otra parte, esa equiparación del fast food con lo que significa ser americano es una representación un poco antigua del estatus como cima del capitalismo que Estados Unidos tuvo en otro tiempo, esa idea de sociedad moderna en la que todo es industrial. Trump intentaba, y sigue intentando, aportar esa visión nacionalista y primaria de un país en la que ya nadie cree.
No hay superhéroes sin villanos, y viceversa. Y el fast food fue tan maligno que provocó la aparición de su némesis, el movimiento Slow Food…
Creo que siempre tendemos a buscar héroes y villanos, como si no hubiese nada en medio. Todos los sistemas tienen algo de los dos. En el libro he tratado de mostrar ese estigma del Big Mac como algo malo, satirizar en cierto modo este símbolo de la modernidad, exponiendo también lo negativo que hay en él en términos nutricionales de forma velada cuando hablo de Trump. Pero también quería hablar de él como de una fórmula adoptada incluso por restaurantes de fine dining. La verdad es que no sé decir si es un héroe o un villano. Dependiendo de la perspectiva desde la que lo miremos, podemos obtener respuestas distintas. Y lo mismo ocurre con un plato de un restaurante con tres estrellas Michelin. Se puede ver como una obra de arte, pero también, desde cierto punto de vista, quizá veamos que detrás hay explotación laboral, falta de respeto en las relaciones, desigualdad de género… Todo lo que comemos admite muchas perspectivas distintas que conducen a caminos y conclusiones diferentes.