Cipriano Carrero

El arte de la fermentación se originó en el Neolítico como herramienta para conservar y mejorar las características organolépticas de los alimentos. Probablemente su descubrimiento fue accidental, cuando los alimentos se dejaban reposar durante periodos prolongados de tiempo y las levaduras o bacterias presentes en las manos o el ambiente circundante eventualmente los fermentaban. A partir de entonces la “domesticación” de la fermentación nos permitió conservar y consumir una variedad más amplia de alimentos y bebidas, favoreciendo el crecimiento y expansión de las primeras sociedades, que gracias a estas ventajas que proporcionaba ahora podían comerciar entre sí para obtener una mayor variedad de productos diferentes. 

Este fue el inicio de una relación simbiótica entre el hombre y los microorganismos que fue evolucionando y enriqueciéndose durante milenios hasta el siglo XIX, cuando entraron en escena Louis Pasteur y otros microbiólogos con el control de los microorganismos patógenos. A partir de ese momento se estigmatizaron no solo estos, sino todos los demás, y empezó a librarse una auténtica batalla contra ellos mediante el uso de desinfectantes y antibióticos. Esta obcecación global produjo una ruptura de aquella conexión milenaria, de tal modo que ecosistemas completos de microbiota con los que habíamos coexistido y evolucionado se destruyeron. Este cambio de conciencia se trasladó a la industria alimentaria, que de cara a mejorar la seguridad y la estandarización de sus productos finales, seleccionó y comercializó tan solo unas pocas especies de hongos y bacterias para su uso de manera global en el proceso de fermentación de alimentos. 

Aunque a priori este cambio mejoraba nuestra calidad de vida, también perdimos por el camino algo tan valioso como nuestra relación ancestral con los microorganismos y la cultura y la costumbre de la fermentación. Pasamos de convivir con una gran diversidad de alimentos fermentados, para los que se empleaban muchos tipos de microorganismos distintos, a unos pocos tipos de fermentaciones que utilizaban un único microorganismo seleccionado por la industria. Perdimos el “son-mat”, una expresión coreana que significa “sabor a mano”, ese sabor casero que aporta a los alimentos fermentados la microflora única de las manos del familiar que los prepara y que se transmite generación tras generación. 

Tendencia y conciencia para volver a las raíces

En las últimas décadas, restaurantes de todo el mundo han comenzado a recuperar el arte de la fermentación. Uno de los pioneros fue el danés Noma, liderado por el chef René Redzepi, en cuyos menús ha sido fundamental como herramienta para desarrollar nuevos sabores y texturas a partir de ingredientes locales y tradicionales de la cocina nórdica y explorar así nuevas posibilidades gastronómicas. Hoy en día, con el lanzamiento de “Noma Projects” busca aprovechar su conocimiento y experiencia para desarrollar proyectos centrados en la comida y la educación, productos alimenticios, iniciativas mediáticas y programas ambientales, teniendo a la fermentación como uno de sus pilares básicos y con la aspiración de convertirse en una fuente de creatividad y promover un cambio positivo dentro de la industria gastronómica. El trabajo de Noma y otros restaurantes ha creado una tendencia en el mundo de la gastronomía, al tiempo que se está produciendo un interés renovado en las fermentaciones tradicionales, locales, en las que intervienen microorganismos distintos a los que se venían utilizando industrialmente tras el cuello de botella impuesto por Pasteur.

Este cambio está impulsado también por un nuevo deseo por parte del consumidor de sabores únicos y más diversos y de la mayor concienciación que hoy existe en torno a los beneficios tanto para el medio ambiente como para la salud de los alimentos fermentados. En este último sentido, por una parte ayudan a la digestión, puesto que degradan los componentes difíciles de digerir y de este modo aumentan la disponibilidad de nutrientes. Además, los microorganismos fermentados producen compuestos bioactivos, que son moléculas cuyas propiedades protegen nuestras células, promueven la salud cardiovascular, combaten la inflamación y contribuyen a una buena salud digestiva y cerebral. Por otro lado, los alimentos fermentados son fuente de probióticos, que al pasar a nuestro tracto digestivo colonizan la microbiota, es decir, la comunidad de microorganismos que habita en nuestros intestinos. Estos probióticos, que se encuentran en alimentos fermentados como el yogur, el kéfir, el chucrut o el kimchi, así como en suplementos dietéticos, pueden competir con los microorganismos patógenos y promover un equilibrio microbiano saludable en el intestino y se asocian con mejoras en la digestión, el sistema inmunológico, la salud intestinal y la absorción de nutrientes, entre otros beneficios. Entre las cepas más comunes se incluyen Lactobacillus y Bifidobacterium.

Una vez más, la industria no ha sido ajena a este nuevo cambio de conciencia y ya está respondiendo a esta tendencia creciente, bien sea comercializando alimentos fermentados tradicionales, tanto locales, como el pan de masa madre, o de otras culturas, como el kéfir o la kombucha, bien desarrollando nuevos alimentos a partir de microorganismos que nunca antes habían sido utilizados por el hombre, como es el caso de la producción de microproteína.  También el abanico de microorganismos se ha abierto: en el primer inventario realizado en 2002 por la IDF (International Dairy Federation) y la EFFCA (European Food and Feed Cultures Association) sobre los microorganismos utilizados por la industria alimentaria en Europa, se registraron tan solo 264 especies. En el más reciente, de 2022, el número ha pasado ya a 325, lo que indica que en los últimos 20 años ha habido un incremento notable de la diversidad de microorganismos empleados a nivel industrial. Pero el potencial es inagotable: los científicos estiman que hay entre 1030 y 1031 de especies diferentes en la naturaleza. 

Estas tendencias y estos datos nos indican que la época postpasteuriana ya está aquí y que la fermentación de alimentos es una disciplina de la que queda mucho por investigar, tanto en términos creativos como desde el punto de vista de la creación de nuevos productos para la industria alimentaria y de utilización de ese inmenso banco de organismos microscópicos. Todo ello requiere la formación de nuevas generaciones de profesionales de la gastronomía, considerada en su sentido más amplio, con el fin de dotarles de las herramientas para que puedan afrontar estos retos ya no solo desde el dominio del oficio, sino desde el conocimiento y el rigor científico imprescindibles para llegar a interactuar con esa enorme diversidad de formas de vida inexploradas hasta ahora.