5-6-2025
La discusión sobre si la cocina es o no un arte vuelve a ponerse encima de la mesa cada cierto tiempo, como ocurrió con ocasión de la participación de Ferran Adrià en la Documenta de Kassel en el año 2007. Pero más allá de este debate sin aparente solución, lo que sí es un hecho es que las múltiples dimensiones del acto de cocinar y de comer son lo bastante complejas y sustanciosas como para que algunas figuras del arte contemporáneo se hayan fijado en ellas para llevar a cabo obras nada complacientes en las que la comida sirve para interpelar al espectador y hacerle pensar en cuestiones que tienen que ver con el reparto de roles, la política, los límites del propio cuerpo, la destrucción del entorno, el deseo, la identidad o los problemas estructurales que reptan bajo la superficie aparentemente apacible de una sociedad quizá demasiado satisfecha consigo misma. En manos de los creadores que citamos a continuación, la cocina y la comida abandonan su condición de vehículos de alimento y placer para convertirse en materia de denuncia, de provocación y de reflexión acerca del mundo en el que vivimos y de la propia condición humana.

Martha Rosler: la rabia del ama de casa
En 1975 la videoartista Martha Rosler realizó el vídeo Semiotics of the Kitchen, en el que, vestida con un delantal repasaba el abecedario mientras, poseída por una creciente ira, mostraba utensilios de cocina. En sus manos, la presentación de cada uno de ellos, acompañada de gestos amenazantes y violentos, se convertía en todo un puñetazo en la mesa cargado de cólera y frustración. La cocina dejaba de ser el cuarto de la sumisión para transformarse en un lugar de resistencia femenina frente siglos de opresión, y Rosler abría de esta manera en lo cotidiano un espacio político en el que los gestos más simples podían convertirse en herramientas de rebelión. El vídeo ha llegado a ser un referente clave dentro del arte y el movimiento feminista como llamada a cuestionar los roles impuestos y a releer y reconsiderar el ámbito doméstico.

Janine Antoni: los dientes como cincel
En 1992 a la artista Janine Antoni le dio por comenzar a roer con sus dientes dos cubos, uno de chocolate y otro de manteca de cerdo, ambos de unos doscientos kilos, esculpiendo de este modo con sus incisivos y sus caninos aquellos enormes bloques y dejando en ellos su huella. El proceso duró un mes y medio y el resultado se exhibe en el MoMa de Nueva York. Con este trabajo Antoni trataba de desafiar los materiales y procesos habituales en la escultura y establecer una relación íntima entre su cuerpo y su obra, pero también quería hablar sobre el acto de comer y la huella que deja en el mundo, el hecho de que restos de nuestros cuerpos se quedan ahí fuera: el chocolate que escupió mientras esculpía fue derretido y vuelto a fundir para conformar un “joyero” para dulces en forma de corazón, y la manteca de cerdo sobrante se convirtió, mezclada con cera de abeja y distintos pigmentos, en lápices de labios que se exhibían en un escaparate. La propia artista afirmaba que tituló esta pieza Gnaw (Roer) porque le interesaba el acto primario de morder, que también es una forma de conocimiento: “Me encanta cuando un bebé se mete algo en la boca para conocerlo. Y a través de ese proceso, también lo destruye”.

Greta Alfaro: el inquietante banquete del caos
Una tarta arrasada por jabalíes, una boxeadora que golpea un saco hasta hacerlo sangrar, un techo que se derrumba sobre una cocina abandonada, un grupo de buitres que acaba con un banquete, espectadores que acaban a tiros con cientos de copas de vino, un actor porno que se cepilla un bodegón barroco… En trabajos como El cataclismo nos alcanzará impávidos, In Ictu Oculi, In Praise of the Beast, Comedias a honor y gloria o Las labradoras, la artista navarra Greta Alfaro se sirve del vídeo, la fotografía y las instalaciones para crear escenas y atmósferas en las que bajo una aparente estabilidad late el caos que tarde o temprano se abrirá paso para anunciar que la fiesta ha terminado. Su obra convierte la comida y los rituales que la rodean en un territorio mucho más problemático que placentero en el que trata de sacar a la luz realidades incómodas, ocultas bajo una ilusión de equilibrio.

Rirkrit Tiravanija: el acto de comer como arte
A comienzos de los años 90 del pasado siglo Rirkrit Tiravanija provocó la perplejidad del mundo del arte al integrar la comida como elemento central de sus instalaciones, elevándola a la categoría de objeto artístico por el simple hecho de mostrarla en un museo. En una galería de Nueva York presentó una obra en la que los visitantes podían observar las distintas etapas de preparación de un curry verde: desde los ingredientes hasta los desperdicios, dispuestos en pedestales. Con Untitled (Free) (1992), llevó esta idea aún más lejos al transformar una galería en un espacio de convivencia, donde él mismo cocinaba arroz con curry para los asistentes. Con este gesto buscaba liberar al público de la pasividad tradicional del espectador, permitiéndole interactuar y sentirse parte de la propia obra, desdibujando los límites entre el observador y lo observado. Al invitar a los visitantes a compartir una comida dentro de un espacio consagrado al arte, Tiravanija convertía el acto cotidiano de comer en una experiencia que interpela al visitante y le sugiere considerarlo como una expresión artística.

Claes Oldenburg: comida monumental
Si Andy Warhol se sirvió de la repetición para convertir algo tan cotidiano como una lata de sopa en un icono del arte, que era al mismo tiempo una crítica y una oda al consumismo y el capitalismo, otro de los más reconocidos representantes del pop art, Claes Oldenburg, hizo lo propio en los años 60 con el tamaño, sobredimensionando bocados de lo más popular, que en sus manos adquieren una relevancia “descomunal”. De este modo, creó “esculturas blandas” que representaban enormes hamburguesas, patatas con kétchup, bizcochos o sándwiches de beicon, lechuga y tomate a base de telas rellenas de espuma y otros materiales. También elevó a la categoría de “monumento”, esta vez firme, otros alimentos: su famoso Dropped Cone, un cucurucho de helado invertido, corona la azotea de la Neumarkt-Galerie de Colonia; un inmenso corazón de manzana mordisqueada puede verse ante el Israel Museum de Jerusalén; y una tremenda cereza en la punta de una cuchara sirve de puente en el Minneapolis Sculpture Garden, todo un referente visual de la ciudad. La comida accede así al pedestal que habitualmente ocupan los héroes nacionales, los santos o los reyes.

Daniel Spoerri: la fugacidad del comer convertida en cuadro
A los ojos de este artista rumano, pionero del llamado eat art, la de comer es una experiencia única e irrepetible, puesto que nunca podrá replicarse de la misma manera. Es también un acto efímero cuyos restos suelen tirarse a la basura, pero que en realidad son los únicos que dan fe de que aquello ocurrió realmente y atizan, en los mejores casos, una intensa nostalgia. Por todo ello decidió en los años 60 convertirlos en objeto artístico, fijándolos junto a platos, servilletas, cubiertos y hasta ceniceros a la mesa (y en el tiempo), que después podían colgarse de las paredes de su Eat Art Gallery. Son sus llamadas “snare pictures”. Además, experimentó con la comida y sus rituales, creando platos y experiencias que han influido en lo que algunos restaurantes creativos desarrollarían muchos años después, como el “palindromic diner”, un menú en el que visualmente los platos sugerían que los comensales iniciaban la comida con el café y el puro, aunque los ingredientes eran los de la secuencia habitual (dentro de la taza de espresso, por ejemplo, se servía una sopa y lo que parecía un helado con bolas de chocolate eran en realidad albóndigas con puré de patatas).

Marina Abramovic: explorando los límites
A mediados de los años 90, Marina Abramović incorporó la comida a su obra desde una perspectiva simbólica y ritual, cargada de tensión. En The Onion (1996), la artista se graba a sí misma comiendo una cebolla cruda (y sufriendo por ello) mientras recita un monólogo en el que habla de lo harta que está de las salas de espera, de los controles de pasaportes, de tomar decisiones, de fingir que las conversaciones le interesan, de enamorarse del tipo equivocado o de la guerra en Yugoslavia. La escena, tan íntima como incómoda, convierte el acto de comer en un ejercicio de resistencia física y entrega emocional. Ese mismio año realizó Spirit Cooking, una performance en la que mezclaba ingredientes reales con frases tan poéticas como perturbadoras, que escribía con sangre de cerdo en una pared, a modo de “receta” subversiva que invocaba imágenes inquietantes y funcionaba casi como un conjuro alquímico o un rito de purificación.