Hace unos días el chef norteamericano Dan Barber daba una charla online a los estudiantes de Basque Culinary Center en la que describía la imagen de un cocinero oculto en el sótano del restaurante, bebiendo demasiado, invisible y desconocido incluso para quienes, en ese mismo momento, un piso más arriba, estaban probando sus platos. Su territorio de acción se restringía a ese mundo literalmente subterráneo y no necesitaba muchas más herramientas que un cuchillo, una sartén y un par de fogones. En algún momento, continuaba Barber, a alguno de esos cocineros se le ocurrió firmar el menú, y después hubo quien incluso se atrevió a ponerle su propio nombre al restaurante.
En los últimos treinta o cuarenta años la exposición de los chefs al exterior de las fronteras de una cocina -y por consiguiente su visibilidad- se ha hecho mucho más evidente, y su campo de batalla se ha ampliado hasta límites inimaginables hace tan sólo unas décadas. Lo que hoy llamamos gastronomía comprende un conjunto de sectores muy amplio y diverso que van desde la agricultura a la investigación científica, de la innovación empresarial al activismo social, de la comunicación a la lucha por la sostenibilidad, de la nutrición al diseño de alimentos, pasando, por supuesto, por la creación de platos deliciosos. El destino de nuestros graduados cuando salen del BCC ya no es solamente la cocina de un restaurante o un hotel, sino que los hay trabajando en la industria alimentaria, en centros de investigación, en bodegas, en laboratorios, en huertas, en el mundo de la comunicación… La profesión contiene muchas profesiones y para aprenderla ya no basta con que el aprendiz mire e imite al maestro, ese viejo cocinero del sótano, y, por su cuenta, a base de probar y equivocarse, vaya encontrando un camino y una forma de hacer de manera básicamente autodidacta. Para llegar a ser la clase de profesional cualificado y flexible que la realidad demanda hoy en día en nuestra industria es imprescindible una formación adecuada que procure al estudiante un conocimiento intelectual de base y a partir de ahí el desarrollo de una serie de competencias, tanto técnicas como, muy especialmente, personales.
Podría parecer que en un contexto tan duro y complicado como el que estamos viviendo, con restaurantes cerrados o en hibernación, todos pendientes de un futuro que hoy todavía se nos presenta incierto, la idea de estudiar dentro del mundo de la gastronomía, de formarse para llegar a trabajar en un sector que no atraviesa precisamente su mejor momento, no sea demasiado brillante. Y, sin embargo, creo que si algo está consiguiendo esta pandemia es reafirmarnos en la convicción de que, hoy más que nunca, es imprescindible una formación como la que antes comentaba. Una formación que consiga preparar a personas capaces de leer la realidad y reaccionar ante ella, de tomar decisiones, de innovar, de ser flexibles, de trabajar en equipo, de ser resilientes. Esta situación pasará, tardaremos seis meses o dos años en volver a ver la luz, y en ese momento necesitaremos profesionales capaces de regenerar nuestro sector, de volver a insuflarle vida, transformarlo y hacerlo avanzar. Antes de marzo, cuando la covid-19 lo puso todo del revés, nuestra industria no tenía cubiertos todos los empleos que demandaba, tanto cualificados como de base. Y cuando todo esto pase, continuará ofreciendo oportunidades para todos aquellos que quieran trabajar en ella.
Seguimos, por tanto, necesitando aprendices, pero hoy el maestro al que no hay que perder de vista ya no es el cocinero del sótano, sino la propia realidad. Una realidad cambiante en la que el conocimiento evoluciona constantemente y a la que conviene no perderle el ritmo. Una realidad que ha demostrado ser una entidad altamente inestable, a veces absurda e incomprensible, enervante y muy exigente. Una realidad que, justo en el momento en el que creemos tener todas las respuestas, va y nos cambia las preguntas.
En su intervención del otro día, Dan Barber decía también que si de él dependiese poner en manos de alguien un problema como el que estamos viviendo no elegiría a un político o a un abogado. Elegiría a un cocinero, porque “están entrenados para confrontar situaciones difíciles constantemente”. Y así definía el servicio en un restaurante, como una constante sucesión de situaciones difíciles ante las que hay que pensar creativamente y reaccionar deprisa. Y ese es precisamente el contexto en el que nos encontramos y la clase de profesionales que necesitamos para lidiar con él y salir victoriosos. En eso estamos.
Joxe Mari Aizega