18-5-2023

A través de libros como Comer sin miedo,  Qué es comer sano o Los productos naturales ¡vaya timo!, del blog Tomates con genes y de infinidad de artículos y conferencias, J.M. Mulet, investigador del Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas y catedrático de Biotecnología de Universidad Politécnica de Valencia, está empeñado en poner en cuestión las afirmaciones que sobre los alimentos y su producción llevamos años manejando de manera casi automática, apoyándonos en sabiduría popular, creencias ancestrales, pensamiento mágico, directrices interesadas o prejuicios ideológicos. Al hilo de su último trabajo, Comemos lo que somos, hemos hablado con él para tratar de averiguar qué come y por tanto qué es la sociedad en la que vivimos actualmente.

Da la sensación de que nuestra preocupación por la conexión entre los alimentos y nuestra salud, a la que dedicaste algunos libros, ha virado en los últimos tiempos hacia el impacto de lo que comemos sobre la del planeta.

Curiosamente, la gente que busca alimentos ecológicos no se da cuenta de que son más complicados de producir y por eso son más caros. Y es algo profundamente antisolidario, porque si tú puedes permitirte pagar más para que produzca ese alimento premium, quienes no pueden van a tener menos acceso a alimentos menos premium, porque ese suelo que se necesita para el premium no lo están utilizando para los otros. Tenemos un problema con el suministro de alimentos en el sentido de que cada vez somos más gente y cada vez es más complicado cultivar. En cuanto a seguridad alimentaria, hay una mayor confusión. Estamos viendo que en las etiquetas pone sin BPA, sin pesticidas, sin restos de plaguicidas, ecológico… Yo le diría a la gente que mirara las alertas alimentarias de la AESAN o de la EFSA y se fijara en cuántas tienen que ver con todo lo que aparece en las etiquetas como reclamo comercial. Prácticamente ninguna.

El tema de los transgénicos también estuvo sobre la mesa durante algún tiempo, pero parece haber remitido, al menos en el debate público.

Si ha desaparecido es porque fue una construcción, una operación de marketing de las organizaciones ecologistas que luego asumieron algunos partidos políticos. Tú puedes mantener una campaña como la de las nucleares porque de vez en cuando pasan hechos puntuales como los de Chernóbil o Fukushima que te sirven de propaganda. Sin embargo, no puedes mantener durante veinte años que los transgénicos son problemáticos o que producen cáncer cuando no ha pasado absolutamente nada. Si están anunciando el apocalipsis y resulta que es una tecnología que estamos utilizando cada vez más sin que pase nada, o admiten que están equivocados, cosa que no van a hacer nunca, o directamente hacen mutis por el foro y miran hacia otro lado, que es lo que están haciendo ahora, entre otras cosas porque en la pandemia todos nos  hemos puesto una vacuna transgénica y no he visto a ningún ecologista con una pancarta delante de un centro de vacunación…

Un foco importante del ecologismo es hoy la ganadería.

Es algo totalmente injustificado y si los partidos políticos recogen este mensaje como recogieron el de los transgénicos va a perjudicar no solo a los ganaderos, sino a todos como consumidores y como habitantes, porque la ganadería es una de las principales actividades que evitan el despoblamiento. Si cae la ganadería, la economía española lo va a sentir.

Pero el debate se centra también en la ganadería industrial frente a las granjas pequeñas…

Ese debate está absolutamente viciado. ¿Por qué contaminan menos 100 granjas con 10 vacas que una granja con 1.000? Una granja con 1.000 vacas puede coger todos sus residuos, hacer con ellos un biorreactor y aprovechar la energía, con lo cual es más eficiente, y puedes centralizar toda el agua que sale y procesarla en una minidepuradora, con lo cual contaminas menos. Eso en una granja de 10 vacas no puedes hacerlo. De hecho hay más contaminación en las zonas donde hay más granjas pequeñas que donde hay una grande donde lo puedes controlar todo.

Pero quienes defienden los modos de agricultura y ganadería ecológicas, a pequeña escala, hablan también de cómo afectan al mantenimiento del ecosistema, a la vida del suelo, a su fertilidad, a la menor necesidad de fertilizantes…

Todas estas cosas son muy debatibles. La ganadería extensiva, que es la que están defendiendo, contamina mucho más por kilo de carne que la intensiva, porque necesita más espacio. La huella hídrica y la huella de carbono es mayor. Pero creo que deberían coexistir. Lo que es un desastre es imponer solamente uno de los modelos.

En cualquier caso, el problema estriba en gran medida en que el consumo de carne es enorme a nivel mundial.

Consumimos carne como un símbolo de estatus. El primer indicador de que una economía ha mejorado en una sociedad para todo el mundo, no solo para las élites, es que aparece una clase media. El primer síntoma de que tienes una clase media es que se dispara la venta de coches y el consumo de carne. El problema es que venimos de unos padres y de unos abuelos que solo comían carne en Navidad. Cuando mejoraron su situación económica lo que querían hacer era comer carne, porque era la fruta prohibida. Cuando cambie esa mentalidad nos daremos cuenta de que la carne puede formar parte de nuestra dieta, pero que comerla todos los días es malo para el planeta y para nuestra salud.

Mientras eso no ocurra, se plantean alternativas que han surgido en los últimos años, como la carne sintética.

Si quieres proteínas de alto valor, la mejor alternativa a la carne es el pescado. Si balanceas un poco más las proteínas, lo son las verduras, o verduras ricas en proteínas, como la quinoa o la soja. La carne sintética me parece una buena alternativa desde el punto de vista filosófico, si quieres comer carne pero no quieres matar animales, y para un nicho de mercado como las carnes de baja calidad o las de consumo mayoritario, por ejemplo la carne picada que se le pone a una pizza congelada. Actualmente esa carne picada es la que se queda pegada al hueso, que desde el punto de vista sanitario es complicada de controlar. Si todo esto lo haces con carne sintética, te estás ahorrando un problema en ese sentido. Pero estamos hablando de una carne que no es un producto premium.

¿Y los trampantojos de carne hechos con vegetales?

El principal problema de las “carnes vegetales” es si quien las come lo hace porque quiere reducir el impacto ambiental de su producción. Ahí me salta la alarma. Eso sí que no. En ese aspecto, esas carnes no aportan nada, porque todo el procesamiento que requieren para que un vegetal parezca una carne consume muchísima energía. Y si quieres llevar una dieta de verduras porque es más sana, vale, pero ningún dietista te recomendaría estos productos por la cantidad de azúcar y sal que tienen. Por mucho que sean “plant-based”, son ultraprocesados. De buen rollo, pero ultraprocesados.

También se habla de las proteínas alternativas.

Aquí hay una barrera cultural. ¿Seremos capaces de superarla? No lo sé. No todo el mundo quiere comer insectos.

El tema del desperdicio alimentario también está en el centro del debate sobre cómo vamos a alimentar al mundo en el futuro. Se dice que ya hay comida suficiente, que bastaría con desechar menos y aprovechar alimentos que están ahí pero que descartamos o no utilizamos.

Este argumento de que hay comida suficiente me parece muy tramposo y muchas veces se ha utilizado en contra de los que hacemos biotecnología y mejora genética, a quienes se nos dice que por esa razón no hace falta que trabajemos. Cuando haya una sequía en Etiopía vete y diles que no se preocupen, que en Canadá ha habido un excedente de tomates. A la gente que dice que sobra comida nunca la he visto llevando esa comida que sobra en un sitio al lugar donde hace falta. Ni a ellos ni a nadie. Si calculas el número de producción alimentaria y lo divides por la gente que somos, te sale que se producen bastantes calorías para todo el mundo, de acuerdo. ¿Pero cómo están distribuidas?

Por tanto el problema está en la distribución, no en la cantidad.

Hay zonas donde hay superávit y otras donde hay déficit. Yo trabajo en tolerancia a sequía y salinidad, mi objetivo es conseguir cultivos capaces de producir en las zonas donde hacen falta. ¿Dónde pasa hambre la gente? Donde hay sequía, aridez. Por eso estamos haciendo cultivos adaptados para que no dependan de que venga un camión o un barco con comida que a veces no llega. Y además hay otro problema. Si resulta que tu comida tiene que llegar en barco o en avión y depende de la ayuda internacional, ¿cómo montas una economía? Es la crítica que se hace a muchas ONGs. Si vas allí y regalas la comida o los productos con la mejor intención, el que tiene la tienda cierra y no permites que el país se desarrolle. Lo que tienes son esclavos.

¿En qué crees que debería centrar fundamentalmente sus esfuerzos la ciencia en los próximos 50 años en torno a la alimentación?

En primer lugar, en mantener la producción de alimentos en condiciones de cambio climático. En ser capaces de desarrollar nuevas variedades, nuevas técnicas de cultivo y de gestión del agua que permitan que a pesar de que las temperaturas sean mayores y las lluvias menores, se pueda continuar produciendo alimentos. Y en segundo lugar, que esos alimentos tengan cada vez más aportes para la salud, un valor añadido, como un mayor contenido en nutrientes esenciales, vitaminas, etc. Un ejemplo sería el arroz dorado, un arroz con vitamina A que ya se está comercializando. La gente que básicamente come solo arroz tiene ahí un aporte de vitamina A que de lo contrario no tendría.

En su último libro, Comemos lo que somos, recientemente publicado, J.M. Mulet realiza un recorrido por la historia de la humanidad, desde la Prehistoria hasta la actualidad, en busca de las razones que nos han hecho comer como comemos, dando la vuelta a la célebre frase “Somos lo que comemos” para demostrar que es nuestra cultura, nuestra herencia, nuestra tradición lo que marca nuestras elecciones en la mesa.

Esa tradición, esa cultura vienen determinadas por factores geográficos y climáticos, de transferencia de alimentos de unos lugares a otros, por el conocimiento aplicado a ellos, la audacia a la hora de probar cosas nuevas…

Son muchísimos. Lo que comes actualmente es un conjunto de influencias. Pero los factores más importantes son los económicos. Según va la economía, va la comida. No hay más. En el momento en el que la crisis económica aumente, el sushi va a desaparecer de los supermercados. Un buen indicador es ver el número de referencias que hay en Mercadona o Consum. Cuando hay crisis, baja la oferta, sobre todo la de productos caros. Otro factor importante es la historia y la tradición cultural. Aquí no comemos insectos, pero en otros países forman parte de su dieta cotidiana. En Valencia comemos mucho arroz porque en la posguerra era lo único que había. En Irlanda comen muchas patatas porque durante mucho tiempo fue su alimento básico y algo tiene que quedar.

¿Según tu investigación, cuáles son los hitos más importantes que han cambiado a lo largo de la historia nuestra forma de comer?

Son varios. Por ejemplo, que San Pablo decidiese que los cristianos no tenían que seguir las normas alimentarias de los judíos, lo que ha condicionado en el siglo XXI la dieta de unos 4.000 o 5.000 millones de personas. Que los Reyes Católicos decretaran la expulsión de los judíos ha hecho que hoy España sea la principal productora europea de porcino. El descubrimiento de América, por supuesto… El comercio de esclavos desde África hacia América hizo que dos bebidas globales lleven “cola” en su nombre, porque la cola llegó a Estados Unidos desde allí, de donde es originaria, en el intestino de un esclavo. De hecho, el cultivo de arroz en América empieza con el que llevaban muchos esclavos escondido en el pelo para poder comer. 

Parece que el azar tiene mucho que ver…

Si te pones a escarbar te encuentras con cosas muy sorprendentes. ¿Por qué la pizza es global a día de hoy? Porque los aliados empiezan la conquista de Italia por el sur, la batalla de Montecassino se demora cuatro o cinco meses y tienes a un montón de americanos confraternizando con la población de Nápoles, donde la pizza es el alimento de los pobres. Tras la II Guerra Mundial se hace famosa por los soldados y después todo el mundo quiere comerla porque la ve en las películas. Si la conquista de Italia hubiese empezado por el norte, por Génova, hoy Telepizza se llamaría Telefocaccia. Del mismo modo, las hamburguesas eran lo que comían los granjeros alemanes que habían emigrado a Estados Unidos. Durante las ferias agrícolas se les ocurre ponerlas con pan y con unas cuantas cosas más para que la gente se las pudiese comer caminando, mientras veía los expositores. De nuevo el cine las convierte en un alimento global.

La irrupción de lo que hoy llamamos el sistema alimentario industrial también tuvo una importancia capital.

Gracias al sistema alimentario industrial tenemos la paella y comemos tomates o piñas, alimentos que sin la industrialización no existirían. El tomate se hace universal gracias a las empresas de conserva, especialmente a la italiana Cirio, lo que también tiene que ver con la expansión del ferrocarril, porque antes era un alimento y un cultivo bastante limitado. La paella no existiría sin la industria del hierro, porque a ver cómo hacías una sartén plana y metálica en la Edad Media. La industrialización también explica que bebamos cerveza en el Mediterráneo. La lager, la más popular en España y otros países, se tiene que  madurar a 15 grados. ¿Cómo consigues esa temperatura en Roma o en Madrid? Las primeras fábricas de cerveza lo eran también de hielo, porque su fabricación requería frío industrial. El frío que habían generado para el hielo lo aprovechaban para fermentar la cerveza. En los primeros carteles de Mahou pone “fábrica de cervezas y hielo”.

En Occidente, en líneas generales, podemos elegir lo que nos llevamos a la boca. Por tanto, no comemos desde la escasez ni el hambre estructural, sino desde el placer, la ideología, la política…

Y también desde el postureo, desde el escaparate social.  Solo tienes que ver Instagram. Hay alimentos que se han convertido en un símbolo de estatus. Hay restaurantes que son aspiracionales, lugares que no son muy caros pero lo parecen. Pero esto no es nada nuevo. Ya pasaba en la Prehistoria. En las pinturas rupestres ves caballos, bisontes, ciervos…, pero en los restos arqueológicos lo que encuentras son conejos y caracoles. También entonces había ese elemento aspiracional de querer acceder a cierto tipo de alimentación porque era un símbolo de estatus.

En torno a esto, una sociedad que come fresas orgánicas, bebe vinos naturales y biodinámicos, busca pan elaborado con masa madre… ¿qué es?

Es una sociedad que tiene una estabilidad económica y social y recursos que le permiten elegir. Es la misma sociedad que ante una crisis económica comería lo que hubiera. Es un símbolo de éxito social, de que el sistema económico está funcionando muy bien y hay una estabilidad política. Unos inmigrantes que bajan de la patera no te dicen que quieren comer ecológico. Solo dicen que quieren comer. Punto.

¿Pero detrás de esa búsqueda de lo “genuino” crees que hay algo más?

Sí, marketing. Es una idea equivocada de lo que es lo genuino. Lo genuino es lo que encuentras en el supermercado. Eso es lo genuino de tu momento y lugar en el mundo y en la historia de la humanidad. Si fueras a un supermercado de hace veinte años no encontrarías lo mismo que ahora.

Palabras como “miedo” y “mitos” aparecen en el título de algunos de tus libros, lo que habla de nuestra desinformación. ¿Crees que hemos mejorado a este respecto en los últimos tiempos?

Las cosas van cambiando, los miedos y los mitos también, pero siempre están ahí. Ahora ya no encuentras en los blogs y en la propaganda tantas tonterías sobre las bayas de goji, pero sí las encuentras sobre la quinoa. Los ecologistas ya no dicen sandeces sobre los transgénicos, pero las dicen sobre la ganadería. Y así todo. Hay temas que pasan de moda. Las cosas cambian, pero el porcentaje de basura está ahí y siempre es el mismo.