18-6-2024

A María Sánchez no le gusta hablar de “el campo”, sino de “los campos”, visibilizar la diversidad de historias que existen en el rural para cuestionar lugares comunes, desmontar mitos e ideas preconcebidas. Como veterinaria que trabaja con razas autóctonas en peligro de extinción, conoce de primera mano los problemas de ganaderos y agricultores, lo complicado que resulta levantar un proyecto en el sector primario, mantener la viabilidad de las pequeñas producciones. Como escritora, a través de libros como los poemarios Cuaderno de campo o el reciente Fuego la sed, el ensayo Tierra de mujeres o el glosario poético Almáciga, bucea en las historias que quedaron ocultas bajo los relatos dominantes y reivindica los saberes y los oficios de las mujeres y hombres del mundo rural, su importancia capital como custodios de la biodiversidad, de paisajes y de culturas. En estos y otros asuntos centró la clase que impartió hace unos días en Basque Culinary Center, en la que habló de soberanía y justicia alimentaria, del acercamiento de lo urbano y lo rural, de los protagonistas y actores secundarios de nuestro sistema alimentario y de todo lo que este oculta bajo el mantel.

Dices que conviene repensar la cocina como espacio de pensamiento y acción.

Para mí en la cocina empieza el mundo. Hay un libro del escritor gallego Brais Lamela, Ninguén queda, que cuenta algo que me fascina: un profesor en Estados Unidos les lanza a sus alumnos la pregunta: ¿cuál es el lugar más político de una casa? Y pone el ejemplo de cómo en los “pueblos de colonización” de la dictadura de Franco una de las cosas que se hace es reducir la cocina a un espacio donde solo puede caber un cuerpo, el de la persona que cocina, para evitar que la vida, las reuniones, las celebraciones se hagan allí… La persona que trabaja en ella está aislada, invisible, y a la vez se invisibiliza todo lo que hay tras una tarea como la de cocinar. Y yo creo que deberíamos hablar de la cocina como un lugar de pensamiento. Ya lo escribió Sor Juana Inés de la Cruz: “Me habéis castigado a la cocina, porque despreciáis a las mujeres y porque no os dais cuenta de que este es un lugar ideal para reconstruir y ampliar la ciencia sin necesidad de libros y maestros”.  Detrás de la comida siempre ha habido una mujer. Las mujeres cocineras también son poseedoras de muchas recetas y muchos platos, siempre se habla de esa señora que me enseñó a hacer tamales o un cocido de montaña… Hemos aprendido a cocinar con ellas y luego ni siquiera las hemos puesto en los libros con sus nombres y apellidos. Y si las hemos puesto ha sido solo como “Doña Luisa” o “Doña María”, lo que nunca haríamos con un escritor, un científico o un historiador, como cuenta Ana Luisa Islas en su libro Mejor oler a mar.

Los relatos dominantes sobre el rural también han dejado a las mujeres fuera, las han invisibilizado o considerado que simplemente echaban una mano, como cuentas en Tierra de mujeres.

Nunca se ha considerado el trabajo de la mujer, ya no solo en el campo sino en la casa, siempre pensando en qué poner de comer, cómo aprovechar las sobras, en los cuidados, en qué necesita cada uno, y además en estar pendiente de los animales, de echarles de comer, del huerto… Cuando estas mujeres han llegado a la edad de jubilación no han tenido derecho a nada. Ahora hay discursos reaccionarios que dicen que nuestras madres y abuelas vivían mejor que nosotras. Parece que tenemos muchísima nostalgia por un pasado que no fue. Hay un verso de Francisco Brines que me encanta: “Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde”.  Condensa muy bien lo que es la nostalgia y el hecho de que la memoria también es ficción. Mi abuela fue dos días a la escuela de analfabetos y a mi madre, que nació en el 60, la quitaron de la escuela a los 12 años para coger aceitunas… Si mi madre o mi abuela hubieran tenido la mitad de oportunidades y privilegios a lo mejor alguna de ellas habría sido la primera escritora de mi familia. Estos discursos me dan miedo porque al final estás romantizando una dictadura, una desigualdad, un machismo brutal. 

Este es un tema recurrente en ti: quién nos ha contado el campo, desde qué género, clase, raza… Hoy hay quien pide a la gente del campo que sean ellos quienes nos cuenten su historia.

Para contar el relato has de tener tiempo y la gente con la que trabajo no lo tiene. Ni tampoco para llevar al día toda la burocracia que la administración les está exigiendo. Yo soy veterinaria y cuando puedo escribo y puedo servir de altavoz a estas personas. Me gusta contar lo que hay detrás y no hablar del campo en singular, porque hay muchos campos, y muchas veces el que nos devuelven los medios es tan simple y plano… Quienes estamos ahí y tenemos esa cercanía deberíamos decir que esa no es la realidad. Acercarnos de una manera más honesta y desde abajo, no desde arriba. 

Hablando de relatos, en la historia de éxito de la gastronomía en los últimos años el primer sector siempre ha quedado en la zona de sombra. ¿Hasta qué punto estamos empezando a visibilizarlo?

Hoy he preguntado a los alumnos si alguien conocía el nombre de alguna de las personas que producen sus alimentos. Nadie. ¿Y de la gente que os vende el pan, la carne, la verdura si vais al mercado? Tampoco ha salido ningún nombre. Hay una invisibilidad brutal. Creo que es muy importante romper la idea de que la cocina es algo de chefs, dejar de reducirla a la cocina de restaurante. Para mí un chef tiene que ser una conexión de mundos, un vínculo entre el campo y la sociedad. Me gusta mucho la palabra custodios: de un territorio, de recetas, de culturas. Pero sin vampirizar, porque, sí, queremos a estos productores, pero luego no aparecen en nuestros libros ni en nuestros discursos. Creo que es importante esa redignificación, pero a la vez un apoyo real a través de medidas públicas. 

Esa redignificación también pasaría por hablar de los precios que cobra la gente del campo por sus productos.

Yo he trabajado con agricultores y pastores que me han enseñado precios de lo que cobraban hace 50 años y hoy cobran menos. ¿Por qué ha perdido tanto valor la comida, cuando es esencial en nuestra vida? Desde ciertos grupos se dice que en otros tiempos la gente trabajaba más y era más fuerte y que hoy nadie quiere dedicarse al campo. Sí queremos, lo que no queremos es ser esclavos. Es algo que debería ponerse sobre la mesa y de lo que debería hablarse más, las condiciones de la gente que trabaja en el sector primario. A veces parece que esté mal que quieran descansar los domingos, ir al cine, tener vida…

Como cualquier persona normal….

¿Tú querrías trabajar de lunes a domingo cobrando un sueldo que no es digno sin nadie que esté ahí si te pones enfermo, con una burocracia que te aplasta y una administración que no te ayuda? Eso no es trabajo, es esclavismo, y hoy son las personas migrantes, el sector más vulnerable, las que están trabajando en invernaderos, en mataderos, en la industria porcina… Hace falta el acceso a una vida y un salario dignos, a la tierra y a una vivienda, porque te encuentras precios desorbitados o directamente ninguna posibilidad de tener un acceso digno a la tierra. Necesitamos ayuda para poder poner en marcha los proyectos. Mientras no cambiemos eso vamos a tener problemas con el relevo. 

Desde luego así es difícil hacer el campo atractivo para la gente joven…

Creo que, más que hacerlo atractivo, necesitamos hacerlo digno. Hace poco, por ejemplo, ha surgido una plataforma, Pastores de Emergencia, que te envía un pastor que se encarga de tu ganadería si quieres irte una semana de vacaciones o tienes un imprevisto. Ojalá se fomentara este tipo de iniciativas desde las administraciones públicas. Pero sí hay jóvenes haciendo cosas. En la Escuela de Pastores de Andalucía cada vez se apunta más gente, el problema es que después no pueden llevar a cabo sus proyectos porque no tienen acceso a la tierra. Algunos consiguen hacerse socios de ganaderos ya mayores que se jubilan, pero no todo el mundo deja que alguien se meta en su finca a tener su proyecto. En el caso de las ganaderías que yo conozco la gente joven que se incorpora son hijos e hijas de ganaderos. 

¿Qué pensaste cuando viste las tractoradas en febrero?

En primer lugar pensé en el privilegio de poder ir a una tractorada: la gente con la que yo trabajo no pudo ir a ninguna, porque tienen que pastorear y ordeñar las cabras todos los días. Y también hay que ver qué tipo de agricultura y ganadería se estaba defendiendo: si se trata de un olivar, un almendro o unos frutales intensivos que se han cargado biodiversidad, han desplazado a rebaños de ovejas trashumantes… sinceramente yo no me echo a la calle. Y la gente con la que trabajo no está en contra de la agenda 2030. Llevamos años luchando por que se reconozcan los servicios ecosistémicos de las razas autóctonas en peligro de extinción, ligadas a parques y espacios naturales protegidos, que además son las que producen alimentos que están bajo denominaciones de origen protegidas, como el queso palmero. Todo aquello nos pillaba lejos, estamos con otras luchas. Al final se trata también de quién es el que tiene el altavoz para hacer tanto ruido.

Y de qué sistema alimentario se está apoyando… Has dicho que el actual “explota, saquea, devora y mata”.

Imaginemos que en la mesa en lugar de la comida tuviésemos las cosas que la hacen posible. En lugar de un tazón de fresas, habría agrotóxicos, pastillas para el dolor que causa el trabajo, abusos, un trozo de cartón de la chabola de los trabajadores migrantes que trabajan en invernaderos en Almería y Huelva… En el otro extremo, cuando te estás comiendo un queso de cabra payoya, por ejemplo, estás conservando el territorio, ayudando a una familia, preservando una receta, una cultura, un vínculo a la tierra, unas especies de plantas asociadas al pastoreo, un espacio natural… Detrás de un cerdo blanco que malvive en la industria no hay nada, solo dolor, contaminación del agua… Cada vez hay más pueblos en España que no pueden beber agua por la contaminación de nitratos y seguimos fomentando que esa industria siga. Es importante dejar de mirar para otro lado y empezar a mirar de una vez de cara al sistema, porque es brutal. 

Pero quienes están con ese sistema alegarán que con el tipo de ganadería y agricultura que tú defiendes no se puede alimentar al mundo…

Pero es que a lo mejor hay que repensar cómo hay que alimentarse y qué cosas comemos. A lo mejor hemos disfrutado mucho tiempo de proteína barata y a lo mejor hay que comer carne solo una vez por semana, fomentar que se consuman productos de cercanía… A lo mejor hay que pensar la comida de forma colectiva. En Francia, en muchos comedores escolares, los padres se sientan con los productores y eligen los menús de sus hijos. Estamos perdiendo productores, cada vez hay menos animales en el monte y cada vez hay más incendios. Hay que cambiar un poquito la mirada. ¿Por qué siempre es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo? Ya vemos que no funciona. Estamos despilfarrando el 30 o 40% de la comida que se produce y todavía hay gente que no tiene acceso a alimentos ni a agua potable, gente que come mal, comida rápida industrial, esa asesina silenciosa… ¿Tanto miedo nos da probar otras fórmulas?

¿Y qué podríamos hacer para ir dando pasos hacia el cambio?

Podemos hacer cosas, pero creo que hay que hacerlas desde el sistema, desde arriba. Me revientan los discursos que culpabilizan a los consumidores porque no saben comer, porque no gastan dinero… Tú qué sabes cómo vive esa familia o por qué esa persona llega a casa y no tiene ganas de ponerse a cocinar. Habría que hablar de justicia y democracia alimentaria y proteger lo que tenemos alrededor, empezar por lo pequeño. Por ejemplo, hacer que los colectivos más vulnerables coman bien: hospitales, comedores públicos… Meter huertos en los colegios. Estamos desvalijando y olvidando un conocimiento fundamental que no se aprende en los libros, sino del vivir en la tierra. Y yo ruralizaría las ciudades y las haría comestibles. En Córdoba cuando vienen los japoneses intentan comerse las naranjas. Los cordobeses se ríen, pero yo no, me parece una lógica maravillosa. Son muy amargas y se aprovechan, ya que se hace mermelada con ellas. Al final son maneras de pensar, de imaginar otras historias… Creo que la cocina puede ser un lugar maravilloso porque conecta muchas cosas, el campo, el productor, el cocinero, la persona que viene a comer… Al final es un nudo de historias, un lugar de encuentro. hemos disfrutado mucho tiempo de proteína barata y a lo mejor hay que comer carne solo una vez por semana, fomentar que se consuman productos de cercanía… A lo mejor hay que pensar la comida de forma colectiva. En Francia, en muchos comedores escolares, los padres se sientan con los productores y eligen los menús de sus hijos. Estamos perdiendo productores, cada vez hay menos animales en el monte y cada vez hay más incendios. Hay que cambiar un poquito la mirada. ¿Por qué siempre es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo? Ya vemos que no funciona. Estamos despilfarrando el 30 o 40% de la comida que se produce y todavía hay gente que no tiene acceso a alimentos ni a agua potable, gente que come mal, comida rápida industrial, esa asesina silenciosa… ¿Tanto miedo nos da probar otras fórmulas?

¿Y qué podríamos hacer para ir dando pasos hacia el cambio?

Podemos hacer cosas, pero creo que hay que hacerlas desde el sistema, desde arriba. Me revientan los discursos que culpabilizan a los consumidores porque no saben comer, porque no gastan dinero… Tú qué sabes cómo vive esa familia o por qué esa persona llega a casa y no tiene ganas de ponerse a cocinar. Habría que hablar de justicia y democracia alimentaria y proteger lo que tenemos alrededor, empezar por lo pequeño. Por ejemplo, hacer que los colectivos más vulnerables coman bien: hospitales, comedores públicos… Meter huertos en los colegios. Estamos desvalijando y olvidando un conocimiento fundamental que no se aprende en los libros, sino del vivir en la tierra. Y yo ruralizaría las ciudades y las haría comestibles. En Córdoba cuando vienen los japoneses intentan comerse las naranjas. Los cordobeses se ríen, pero yo no, me parece una lógica maravillosa. Son muy amargas y se aprovechan, ya que se hace mermelada con ellas. Al final son maneras de pensar, de imaginar otras historias… Creo que la cocina puede ser un lugar maravilloso porque conecta muchas cosas, el campo, el productor, el cocinero, la persona que viene a comer… Al final es un nudo de historias, un lugar de encuentro.