17-12-2023

Orejas inmensas que le cubren los ojos y a buen seguro le ocultan buena parte del valle de Larraun (Navarra) en el que vive a sus anchas, entre bosques de robles, hayas, avellanos y acebos, cara y culo negros definen la inconfundible apariencia del Euskal Txerri, también llamado pío negro, un cerdo que estuvo a punto de desaparecer desde mediados del siglo pasado, un tiempo de más penuria y escasez en el que su crecimiento lento y especialmente su gran cantidad de grasa lo hacían poco rentable: el tiempo y el trabajo que requería su cría y la poca cantidad de carne que proporcionaba habrían repercutido en un precio demasiado elevado para un público que en aquel entonces estaba mucho más preocupado por llenar el estómago que por satisfacer el paladar. 

“Un carnicero no quiere un cerdo así, porque le da un lomo muy pequeño, mucha grasa y su jamón cuesta curarlo casi tres años. Tiene un alto costo de producción y no puede llevarse por un canal de distribución normal, sino en uno de más calidad. De lo contrario, no podría existir como modelo de negocio. Como mucho como mascota…”.

Quien así habla es José Ignacio Jauregui, maestro charcutero, ganadero y cocinero navarro que, gracias a su visión y su empecinamiento, ha conseguido, a través de su empresa Maskarada, rescatar y revalorizar esta raza como base para toda una gama de productos porcinos destinados a ese cliente capaz de apreciar su calidad y pagar por ella. Todo empezó a finales de los años 90, con la compra de dos hembras y un macho que provenían de un proyecto frustrado de recuperación de la raza impulsado por el Gobierno de Navarra. Jauregui había heredado de su padre un bar en Lekunberri y también la tradición de matar varios cerdos cada año. Aquello le sonó interesante.  “Me enteré casualmente de que este cerdo autóctono existía y me picó la curiosidad. Quería hacer algo diferente, porque al final si todo el mundo hace lo mismo, el resultado siempre es el mismo”.

Sin duda Jauregui hace cosas diferentes. Para empezar, es un hombre orquesta que controla todo el proceso, desde el campo hasta el plato, desde la selección genética y la cría de los cerdos en su propia granja en Arruitz y la transformación de sus productos en su fábrica cercana hasta su distribución y venta a particulares, restaurantes y tiendas e incluso su cocinado en el restaurante que abrió hace unos años a pie de fábrica para que funcionase como escaparate de su trabajo. Tan solo la matanza queda fuera de sus manos: envía los animales a Salamanca para su sacrificio. “Intento llevarlos a sitios donde sé que van a hacer un buen trabajo y valoren la singularidad de este animal. Reverenciamos a estos cerdos cuando están vivos, nos preocupamos de que estén cómodos, de que no pasen frío, no nos da igual que crezcan de cualquier manera, y también cuando los sacrificamos. Cuando veo un canal de cerdo, lo valoro tanto como si me hubiese comprado dos kilos de angulas. Para mí son oro, pero no por su valor en dinero, sino porque les rindo culto”.

Y la base de esa singularidad es precisamente aquello que en otra época fue su estigma: el tiempo que requiere su cría y su transformación, y su grasa, de gran calidad, que infiltra muy bien, lo que da como resultado productos “de gran finura, organolépticamente muy buenos. Al final, ¿qué es el lujo? Es identidad más tiempo. Este es un cerdo muy singular, con mucha identidad, y también una raza exclusiva, porque hay muy pocos, con una grasa excelente. Cuando la gente prueba nuestro menú degustación de diez platos, todos a base de cerdo, siempre dicen que les sienta bien, que no les resulta nada pesado, precisamente por esa calidad de la grasa”.

Lo cierto es que el trabajo que Jauregui ha desarrollado en todos estos años ha vuelto a poner sobre la tierra y sobre la mesa una raza que de otro modo, casi con toda probabilidad, habría desaparecido para siempre. En los años 80 quedaban apenas una veintena, hoy Jauregui afirma con orgullo que cada año trabajan con alrededor de 1.400.

Los cocineros, sus mejores comerciales

En su obrador prepara txistorras, chorizos, salchichones, cabezadas, pancetas, papadas y también las piezas frescas, como presa, secreto o pluma. Tan solo jamones y paletas se dejan curar fuera de la propiedad durante dos años en un secadero. Jauregui ha desarrollado su propio I+D, introduciendo productos inéditos e innovadores en el mundo de la charcutería y los embutidos, como su gama “Maskarada 5”, en la que ofrece, entre otras cosas, salchichón elaborado con ingredientes poco habituales, como setas deshidratadas, algas o cítricos, o chorizo con pimentón de Espelette.

En definitiva, su objetivo es poner en valor “cosas que antes no lo tenían, como por ejemplo un chorizo, que es algo que ya nadie pide en un restaurante bueno, mientras que los nuestros están o han estado en sitios como Labe, Garena o Mugaritz”. En su restaurante también se intenta elevar la percepción que se tiene de un producto que en general no se identifica con el lujo, aplicando cocciones a baja temperatura o cocinando el lomo en filetes gruesos, dejándolo poco hecho por dentro, como si de un tataki de atún se tratara.

Jauregui confiesa que si abrió el restaurante fue para dar a conocer un producto hasta entonces desconocido en el mercado y por no poder permitirse un comercial divulgando sus virtudes en la calle. “Era la manera más eficaz de hacerlo. Por aquí han pasado muchos cocineros, que al final son nuestros mejores comerciales, como creadores de opinión”. Hoy en día cuenta con 180 clientes de restaurantes, entre ellos 12 estrellas Michelin. “Y muchos de ellos ponen en sus menús “chuleta de cerdo Maskarada”, lo que para nosotros es un orgullo y una satisfacción. Y también es importante para el restaurante, porque de este modo están comunicando a sus clientes que se han interesado por buscar algo especial”.

Le gusta decir que en realidad él no es cocinero “ni falta que hace”, puesto que la cocina que practica en su restaurante es sencilla y en sus platos nunca hay más de tres sabores, para que se aprecie sin interferencias  la calidad de sus productos. “No hacemos nada complicado, presentamos la carne casi en su desnudez… Lo que pasa es que luego van Julen Baz, de Garena, o David Yárnoz, del Molino de Urdániz, y hacen otra cosa mucho más sofisticada con el mismo solomillo. Los cocineros son mis ídolos. Hay gente que tiene ángel, que tiene ese don para la cocina y todo ese conocimiento… Yo no sé hacer una salsa holandesa ni tengo formación, pero sí que tengo mano, aunque me da un poquito de pudor decir que soy cocinero…”.

Sin embargo, hace ya unos meses que ha empezado a dudar de esta última afirmación, desde que Michelin le concedió el Premio Bib Gourmand y una de sus estrellas verdes, esta última en reconocimiento a su apuesta por la sostenibilidad, tanto en el terreno medioambiental como en el económico y el social, afirmando que Jauregui “se la juega todo al negro, como si se tratara de la ruleta, y apuesta, en una estrategia 360º por esos “cerdos felices” que ellos mismos crían en libertad”. José Ignacio subraya  a este respecto que, además del respeto y la puesta en valor del entorno en el que viven sus animales, cuenta con once personas trabajando en la empresa “con buenos sueldos, de las que siete son mujeres, y todas ellas maduras, cosa que he hecho a propósito: son personas que ya han criado a sus hijos. “¿Y ahora qué hago?” Pues ahora trabajas con nosotros. No vienen  sabiendo nada en concreto, pero tienen perfiles que me gustan, sociables, con ganas de aprender, mujeres que quieren ser autosuficientes y no depender de sus maridos”.